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martes, 13 de junio de 2023

¿Es lícito discriminar a los gordos?


Existen factores genéticos, psicológicos y ambientales que influyen en el peso corporal. La obesidad es un problema de salud con implicaciones psicológicas, económicas, laborales, sociales y jurídicas. Exceptuando los casos patológicos, podemos afirmar que cada uno pesa lo que quiere o, si lo prefieren, que cada cual se conforma con su peso. Defender lo contrario sería negar el libre albedrío, suponer que el obeso carece de voluntad o que es «esclavo» de la comida. En definitiva, el peso corporal es una preferencia personal y una manifestación de la libertad individual.

¿Es lícito discriminar a los gordos? La respuesta mayoritaria es negativa. Los defensores de la inclusión sostienen que discriminar a alguien por su peso y apariencia física es injusto, que viola sus derechos fundamentales y que podría perjudicar su salud mental. Hoy intentaremos demostrar que la discriminación, sea por obesidad o por cualquier otra circunstancia, congénita o adquirida, es legítima en todos los ámbitos: personal, laboral, económico, social, jurídico y sanitario.

a) Personal. Cada individuo manifiesta sus preferencias aceptando ciertas compañías y rechazando otras. Por ejemplo, para buscar pareja las mujeres valoran ciertos rasgos masculinos: nivel socio-económico, inteligencia, estatura, etc.; los hombres, por su parte, valoran en mayor medida los rasgos estéticos. Por este motivo, las gordas tienen más dificultad que los gordos para encontrar pareja. Esto podría explicar por qué son ellas mayoritariamente las que combaten un nuevo fantasma woke: la «gordofobia». Todos preferimos un cuerpo esbelto y atlético a otro obeso y deforme, pero se nos dice que «deberíamos» ver a los gordos como si no lo fueran. Decía Murray Rothbard que el igualitarismo es una rebelión contra la naturaleza. Es cierto que todas las personas deben ser tratadas con respeto, pero esto no cercena el derecho de exclusión que tenemos y ejercemos sobre terceros. La legítima discriminación es un hecho cotidiano, lo vemos, por ejemplo, cuando un vegano no desea compartir mesa con un carnívoro, cuando un jugador de pádel no desea competir con mujeres o cuando una mujer excluye al ginecólogo varón. «La acción, por tanto, implica, siempre y a la vez, preferir y renunciar» (Mises, 2011: 17).

b) Laboral. La discriminación laboral se produce principalmente por razones funcionales. El obeso está incapacitado o tiene dificultades para ejercer ciertas profesiones que requieren destrezas físicas. En ciertos sectores —industria, construcción, hostelería, minería, pesca, agricultura— el sobrepeso reduce la productividad del trabajador por lo que sería justo pagarle menos, pero si la legislación prohibe discriminarlo, el gordo será preterido a otros candidatos y tendrá dificultad para obtener un empleo. Las empresas, como es lógico, aducirán otros motivos para la exclusión. Una segunda discriminación es estética: aquellos con buen físico, ceteris paribus, son preferidos a los obesos. Entre los primeros, algunos son recompensados por el azar congénito (belleza, armonía corporal) y muchos por el esfuerzo y los costes que requiere mantener un buen estado físico: disciplina, dieta, ejercicio, contratación de servicios estéticos, etc.

c) Económico. Primero, el sobrepeso ocasiona mayores costes a las empresas. Por ejemplo, si los pasajeros de avión pagan por exceso de equipaje, también el peso corporal debería ser tenido en cuenta para fijar el precio del billete. Segundo, el mayor volumen corporal causa molestias a otros clientes. Actualmente, cuando alguien no cabe en un asiento la cuestión se resuelve viajando en clase preferente o pagando dos plazas. La solución sería discriminar: ofrecer asientos de diferente tamaño y precio en aerolíneas, trenes, autobuses, cines, teatros, etc. Tercero, los costes derivados de la menor movilidad de los obsesos se colectivizan con el uso de escaleras mecánicas y ascensores, pero otros servicios personales —silla de ruedas— «gratis» suponen una externalidad para el resto de clientes. Cuarto, las empresas textiles fabrican prendas con las tallas más comerciales y aquellos —gordos, flacos, altos, bajos— cuya biometría se sitúa fuera de los márgenes deben hacerse las prendas a medida. No es lícito obligar a las empresas a cubrir las específicas necesidades y deseos de nadie, por otro lado, tampoco es necesario porque el mercado tiende de forma natural a satisfacerlas: clínicas de adelgazamiento, seguros médicos para obesos, dietistas, fármacos, alimentos bajos en calorías, tallas grandes, etc. No es el inclusivismo sensiblero, sino el capitalismo, el mejor amigo de los gordos.

d) Social. Algunos perciben a los gordos como perezosos, descuidados o irresponsables porque no están dispuestos a modificar hábitos, soportar privaciones (dieta) y realizar esfuerzos físicos (ejercicio). Este prejuicio contiene una verdad: la obesidad está correlacionada con un menor nivel educativo, económico y social. Los progres, muy proclives a la victimización de sus patrocinados, llaman a esto «gordofobia». Una fobia es un «temor fuerte e irracional», pero a los gordos, en su caso, no se les discrimina por miedo, sino por motivos funcionales, estéticos o simplemente por prejuicio.
e) Jurídico. La legislación española prohíbe «cualquier discriminación directa o indirecta por razón de sobrepeso u obesidad»;¹ no obstante, el propio Estado excluye de la función pública a quien sobrepase un determinado índice de masa corporal (IMC). La discriminación indirecta se produce cuando el peso del candidato le impide superar las pruebas físicas de acceso a ciertos cuerpos: militares, policías, bomberos, prisiones, etc. Paradójicamente, a las empresas no se les permite discriminar por razones objetivas —funcionalidad— o subjetivas —imagen— debiendo actuar de forma sibilina para evitar pleitos.

f) Sanitario. La obesidad no es una condición preexistente, en consecuencia, los seguros de salud pueden legítimamente exigir primas más altas en función del IMC. Los gordos pagan más porque presentan un mayor riesgo actuarial, no porque las aseguradoras sufran «gordofobia».

Conclusión. La discriminación por obesidad o por cualquier otra causa, congénita o adquirida, es legítima y deriva de los principios de libertad y propiedad. La exigencia de no ser discriminado por obeso es un pseudoderecho, un privilegio que lesiona el legítimo derecho de exclusión. Toda persona es libre para estar obesa, pero no es libre de sustraerse a sus consecuencias: de igual modo que no puede evitar ciertas patologías —diabetes, hipertensión—, tampoco puede evitar la sanción económica, laboral y social derivada de su condición. La discriminación no solo es justa, además tiene ventajas: permite al mercado satisfacer las necesidades de los gordos y, sobre todo, internaliza los costes de la obesidad responsabilizando a las personas del cuidado de su cuerpo.

¹ Ley 17/2011, de 5 de julio, de seguridad alimentaria y nutrición. Art. 37

Bibliografía.
Mises, L. (2011). La acción humana. Madrid: Unión Editorial.
Rothbard, M. (2000). El igualitarismo como rebelión contra la naturaleza y otros ensayos. Alabama: Ludwig von Mises Institute.

lunes, 2 de agosto de 2021

En defensa del abstencionismo vacunal


Quienes rechazan vacunarse no niegan la existencia del virus SARS-CoV-2, tan solo consideran que abstenerse es una alternativa preferible. No son «negacionistas» —término falaz—, sino «abstencionistas». Todo derecho incluye la posibilidad de no ejercerlo, por ejemplo, el derecho al sufragio implica el derecho a la abstención y el derecho del acreedor a cobrar implica la posibilidad de condonar la deuda; análogamente, si existe un derecho a vacunarse también existe igual derecho a no vacunarse.

Antes de actuar cada individuo analiza subjetivamente (con la información disponible) los potenciales beneficios y riesgos de las diferentes líneas de acción o alternativas. La ciencia, la estadística y las recomendaciones de técnicos y amigos puede ayudarnos durante el proceso, pero en última instancia corresponde a cada individuo decidir por sí mismo y, en su caso, por los menores bajo su tutela. Quien se vacuna considera que (potencialmente) el beneficio excede al riesgo y por ello acepta que la autoridad sanitaria decida el orden (colectivos prioritarios, rangos de edad) y las condiciones de la vacunación, en particular, el tipo y la marca comercial. Cuando el Estado monopoliza la vacunación la única elección ofrecida al paciente es: ¿brazo derecho o izquierdo?

Existen diversas razones para la abstención vacunal. Algunos desean vacunarse, pero rechazan el autoritarismo del gobierno y prefieren esperar a que exista libertad de elección. Otros consideran que los riesgos de vacunarse (medio y largo plazo) son desconocidos y nadie se hace responsable de las consecuencias de administrar un medicamento en fase experimental. Otros desconfían sistemáticamente del gobierno, de los comités de expertos a su servicio y de una sospechosa ausencia de pluralidad informativa. Cualquier mensaje que se oponga a la versión oficial (hay que vacunarse) es catalogado como «negacionista». Solo Internet escapa a esta caza de brujas.

Existen varias formas de forzar a los abstencionistas. La más directa sería decretar la vacunación forzosa, tal y como se hace con el ganado, pero esta medida viola derechos fundamentales del individuo. Hay una vía indirecta que supone un fraude de ley: decretar normas que imponen a los no vacunados unas exigencias inasumibles o muy costosas de cumplir (PCR negativo) para realizar actos cotidianos: viajar, alojarse en hoteles, consumir en bares y restaurantes, presenciar espectáculos, practicar deportes, etc. El pasaporte o certificado Covid se utiliza precisamente para discriminar y lesionar los derechos de los no vacunados. De facto, estas prácticas suponen un apartheid sanitario cuya finalidad es segregar socialmente a la minoría abstencionista.

Para colmo de males el gobierno impone a empresarios y empleados de ciertos sectores —hostelería, restauración, ocio— unas servidumbres abusivas: a) Los convierte en «inspectores sanitarios» de sus clientes, obligándoles a verificar quien está o no vacunado; b) Los convierte en «policías sanitarios», obligándoles a rechazar a quienes no hayan completado la pauta de vacunación (y no presenten PCR negativa). Y si se niegan a realizar estas tareas son multados. Todo el sistema es coercitivo.

Las autoridades también utilizan una tercera vía —la propaganda— para estigmatizar socialmente al abstencionista. Se fomenta en la opinión pública una división maniquea: buenos y malos, vacunados y no vacunados. Socialmente se presenta a los primeros como ciudadanos ejemplares y solidarios; mientras que los segundos son tachados de egoístas y aprovechados (free-riders). Sanitariamente y legalmente, los vacunados son tratados como presuntos «sanos» (no se les exige PCR negativa) y los no vacunados como presuntos «enfermos» y potenciales «contagiadores». Ambas presunciones son falsas y se utilizan para agredir injustificadamente a los segundos.


Randolph Bourne, que falleció en la epidemia de gripe de 1918, escribió: «La guerra es la salud del Estado». Análogamente, la emergencia por Covid-19 reproduce las agresiones que el Estado perpetra contra la población. Los políticos, ávidos de poder, monopolizan la vacunación, confiscan la propiedad privada, confinan injustamente a la población, prohiben el trabajo y fomentan el odio a los no vacunados. Ante el miedo de ser contagiado, enfermar e incluso morir, la sociedad retorna a un estado tribal: el razonamiento lógico cede ante la emotividad y el Derecho ante un ordenancismo arbitrario. Asistimos, en definitiva, a un proceso descivilizatorio que debe ser combatido con argumentos sanitarios, éticos y jurídicos.

miércoles, 4 de noviembre de 2020

Crímenes sin víctima


Para afirmar si algo es justo o injusto es preciso disponer, con carácter previo, de una teoría de la justicia. En la tradición libertaria sólo hay crimen cuando un individuo —el agresor— «inicia» una acción cuyo resultado viola la integridad física o la propiedad de un tercero —la víctima—.  Decimos «inicia» porque la legítima defensa es la respuesta violenta a una agresión injustificada. Por tanto, para que una conducta sea punible debe producir un daño «objetivo» sobre una específica «víctima». Por último, el principio de imputación establece unos criterios para atribuir a un sujeto la realización de un hecho penal. Vayamos analizando todos estos elementos.

Primero, para que el daño sea objetivo, debe ser claramente identificable, es decir, «físico». Los estados psicológicos subjetivos como «sentirse» ofendido, atacado, herido, maltratado, etc., no pueden considerarse daño objetivo. Por ejemplo, odiar no puede ser un delito porque el odio (antipatía y aversión hacia algo o hacia alguien cuyo mal se desea) es un sentimiento o estado mental. Una persona que odia a otra puede desearle la muerte, pero un deseo —por perverso que sea— no ocasiona daño objetivo y, por tanto, no hay víctima. Los maleficios y otras prácticas esotéricas son banales intentos de causar efectos físicos empleando métodos metafísicos. El fantasioso cliente que contrata a un «médium justiciero» habita en el reino de lo imaginario, por tanto, carente de causalidad. Aquí nunca podemos saber si el brujo es un timador o realmente cree que tiene poderes taumatúrgicos. El Karma, como «ley cósmica de retribución», es otra ilusión propia de místicos y personas con creencias trasnaturales. El juez (de carne y hueso), para imputar un delito, debe encontrar una relación causal, clara, evidente, objetiva, que no dependa de imaginaciones, suposiciones o estados psicológicos.

La destrucción de símbolos —nacionales, religiosos, identitarios— tampoco causa daño objetivo a terceros (siempre que lo destruido sea propiedad del agente). Quemar una bandera, la foto de un rey o una biblia hiere los sentimientos de muchas personas, pero ya hemos visto que «sentirse» herido, ofendido o maltratado es un estado psicológico. No es la libertad de expresión lo que protege al que ofende sino la ausencia de daño físico ocasionado a terceros o a su propiedad. 

Segundo, veamos si las expresiones verbales pueden ser crímenes. Si alguien dice: «Te odio y ojalá te mueras» ¿Existe víctima? La reacción al insulto es subjetiva, por tanto, heterogénea: carcajada, risa, indiferencia, enojo, ira, etc. Codificar penalmente el maltrato psicológico, sin duda, sería origen de numerosas injusticias y arbitrariedades. Los delitos como la injuria y la calumnia pretenden castigar «mentiras» dichas en público que ocasionan un daño al honor, pero éste es un concepto subjetivo: alguien tiene buena o mala fama según a quien preguntemos. La reputación, por tanto, no es patrimonio personal, sino que es una opinión atribuida por terceros. Pero supongamos que una injuria intenta causar un daño económico, por ejemplo, si alguien dijera: «La Coca-Cola está en quiebra»; la compañía, en pocas horas, puede contrarrestar la información falsa aportando datos y pruebas. Según Daniel Lacalle (2013) las empresas contrarrestan fácilmente los míticos ataques de especuladores porque disponen de toda la información necesaria. La realidad es bien distinta: las posiciones «cortas» se basan en información contrastada y, por tanto, prohibirlas es un grave error del gobierno. La apología o incitación «directa» a cometer un crimen tampoco puede ser delito porque el autor del crimen es libre para aceptar o rechazar la recomendación del apologista. No hay tal cosa como «autor intelectual», el autor o ejecutante siempre es material; de hecho, los asesores —fiscales, legales, matrimoniales— no asumen la responsabilidad de sus clientes frente a terceros. Quienes prohiben la publicidad de ciertos bienes ignoran que la persuasión es legítima, pacífica y que el consumidor, a fin de cuentas, es libre para comprar o abstenerse de hacerlo.

Tercero, un axioma económico dice que si las relaciones son consentidas no hay daño, sino mutuo beneficio. El narcotraficante, el transportista de migrantes ilegales o el proxeneta no ocasionan daño alguno a sus clientes, al revés, les proporcionan lo que ellos desean (Block, 2012). El elevado precio de sus servicios es fruto de la legislación, que incrementa artificialmente el riesgo (cárcel) asumido por el proveedor. Por otro lado, el legislador es arbitrario autorizando unas drogas —tabaco, alcohol, marihuana— y prohibiendo otras—cocaína, heroína, LSD—. El sádico que golpea al masoquista tampoco delinque porque, aún existiendo un daño material evidente (objetivo), quien disfruta con el dolor y acepta voluntariamente el castigo no puede ser catalogado como víctima. Si hay acuerdo entre las partes que realizan el intercambio no puede haber crimen.

Por último, es preciso aclarar que nadie puede ser víctima de sí mismo y que resulta absurdo penalizar el suicidio, el consumo de drogas, los juegos de azar o cualquier adicción autodestructiva. Por otro lado, la víctima debe ser una persona física o jurídica titular del derecho que ha sido violado. Por ejemplo, tirar basura al océano ocasiona un daño al medio ambiente, pero como la propiedad no está claramente definida —el mar es de «todos»— no hay una víctima específica a la que resarcir. Una forma de evitar la «tragedia de los comunes» sería la privatización de todos los espacios públicos: montes, ríos, océanos, etc. La «naturaleza» puede ser una víctima en sentido biológico, pero no en sentido jurídico.


Bibliografía:
Block, W. (2012). Defendiendo lo indefendible. [Versión Kindle] Innisfree.
Lacalle, D. (2013). Nosotros, los mercados. Barcelona: Deusto (Kindle).
Rodríguez, J. C. (2006). «Crímenes sin víctima». Instituto Juan de Marina. Recuperado de: https://www.juandemariana.org/ijm-actualidad/analisis-diario/crimenes-sin-victima

martes, 12 de marzo de 2019

Sobre el empoderamiento




Max Weber
En la literatura empresarial se afirma que es bueno «empoderar» a los empleados para que sean capaces de actuar y tomar decisiones en ausencia de sus jefes directos. El feminismo pretende el «empoderamiento» de las mujeres, es decir, que estas desempeñen cargos con más poder. Hoy pretendo criticar ambos conceptos desde el significado weberiano de «poder». 

Según el famoso sociólogo Max Weber (1864-1920): «Poder o macht (capacidad de imposición) significa la probabilidad de imponer en una relación social la voluntad de uno, incluso contra la resistencia del otro, con independencia de en qué se apoye esa probabilidad» (Weber, 2006: 162). En otras palabras, poder es la capacidad de ordenar la conducta ajena mediante la amenaza o ejercicio efectivo de la violencia.

Por tanto, los empresarios y empleados a su servicio no ejercen poder ni dentro ni fuera de la empresa porque las relaciones laborales y comerciales se basan en el libre intercambio de bienes económicos (trabajo, productos y servicios). Las relaciones económicas son contractuales. Lo que se llama «poder económico» no es otra cosa que mayor «capacidad adquisitiva». Y el «poder de negociación» sólo implica la existencia de mayores opciones disponibles. Empoderar a los trabajadores, en realidad, significa dotarles de mayor autonomía, dentro de unos límites y siguiendo unos criterios generales de actuación.

Empoderar a las mujeres, en cambio, se refiere al poder en sentido weberiano, de imposición a los demás. Por ello, el empoderamiento feminista es muy peligroso, porque pretende hacer uso de la violencia legislativa para alcanzar sus objetivos. Solamente es ético el poder que ejercen los padres con sus hijos pequeños, el poder en caso de legítima defensa y el que procede de una resolución judicial. Pero tanto el poder político como el que ejerce un criminal privado son moralmente inaceptables.

Un orden social ético debe renunciar al poder político y hacer que todas las relaciones sociales estén basadas en la persuasión y la convicción, algo que Weber (2006: 162) llamaba dominación o herrschaft: «La probabilidad de que determinadas personas obedezcan una orden con un contenido determinado». En el Derecho Romano, poder es equivalente a potestas y dominación a auctoritas. El poder consigue la obediencia por la fuerza mientras que la auctoritas la consigue pacíficamente.

En definitiva, buscar el empoderamiento no es nada edificante pues supone apelar a la violencia como medio para alcanzar fines, es decir, el empoderamiento es una injerencia ilegítima en los fines de los demás. Actualmente, la forma más extensa y profunda de empoderamiento reside en la oligarquía que controla el Estado: partidos políticos, sindicatos, gobierno y parlamentarios. 

Weber, M. (2006). Conceptos sociológicos fundamentales. Madrid: Alianza Editorial.

domingo, 30 de octubre de 2016

¿Se hereda la pobreza?

Un tertuliano afirmaba esta mañana: "la pobreza se hereda", y por poco me atraganto con el gofio. El gofio es ese alimento de aspecto grumoso que sólo un canario es capaz de apreciar. La leche con gofio me ayuda a digerir, cada mañana, el cúmulo de sandeces que oigo en la radio.

En primer lugar, la pobreza no es un fenómeno genético. No se hereda la pobreza como se hereda la diabetes, la calvicie, la belleza o cualquier otro rasgo físico (fenotipo). En el sentido biológico, por tanto, de padres pobres no nacen hijos pobres. La pobreza, afortunadamente, no es un estado permanente del hombre. Alguien puede nacer pobre, después hacerse rico y morir otra vez pobre. El hombre puede "estar" pobre pero no "es" pobre ya que posee su cuerpo y su mente para producir bienes, comerciar y crear riqueza.

Duquesa de Alba
En segundo lugar, la pobreza o la riqueza tampoco se heredan en el sentido económico. Un afortunado heredero no hereda la "riqueza" de sus industriosos progenitores ¡qué más quisiera! lo que hereda es una cierta cantidad de capital: dinero, bienes, propiedades, etc. que lo convierten en una persona rica. Creían los marxistas que el capital se mantenía de forma automática, craso error, para conservarlo se requiere trabajo, juicio y, sobre todo, mantener una conducta económica; en caso contrario se termina en la ruina.

En el Antiguo Régimen la sociedad era estamental y la riqueza se heredaba junto al título nobiliario, aún así, este privilegio recaía exclusivamente en el hijo primogénito (mayorazgo) mientras que el resto tenía que buscarse la vida el Ejército o en la Iglesia. Gonzalo Fernández de Córdoba, el famoso Gran Capitán, fue uno de estos segundones que hizo fortuna haciendo la guerra. Esto fue así hasta la aparición de la burguesía y la Revolución Industrial.

Con la aparición de los burgos y el fomento del comercio, entre otros factores, la estanqueidad de las clases sociales dio paso a una incipiente movilidad social. La nobleza dejó de ser un seguro de riqueza y la pobreza dejó de ser el destino inexorable de las masas. 


La llegada del capitalismo dio la puntilla a la sociedad estamental e hizo posible una mayor permeabilidad social. Haber nacido pobre ya no era una excusa para morir pobre. El pecado era morir pobre pudiendo haber hecho al respecto durante la vida. Por ello, resulta anacrónico que en el siglo XXI alguien afirme que la pobreza se hereda, y si no, que le pregunten a Amancio Ortega.

A pesar de la evidencia todavía se oyen bobadas de este tipo: "el dinero llama al dinero" o "los ricos son cada vez más ricos y los pobres cada vez más pobres". Solo los necios, los vagos o los envidiosos se quejan de que haya ricos y pobres, como si los primeros lo fueran a expensas de los segundos, popular mito atribuido a Montaigne. Menos mal que la imbecilidad, la pereza y la envidia tampoco se heredan.

viernes, 2 de septiembre de 2016

Réplica a Paco Capella sobre el anarco-capitalismo

Este artículo es una réplica a otro de Francisco Capella titulado «Más problemas del anarcocapitalismo», publicado en la web del Instituto Juan de Mariana (IJM), el 11/08/2016. Empieza Capella su argumentación con esta frase: «Independientemente de la corrección o validez de sus ideas, el anarcocapitalismo es una teoría política (o antipolítica) extrema, muy minoritaria, y con un alto porcentaje de fanáticos e ingenuos entre sus seguidores». Mal comienzo sin duda porque la esencia de un debate intelectual, precisamente, es la corrección y validez de los argumentos presentados y no el número de seguidores que tengan ciertas ideas. No es epistemológicamente aceptable apelar a una pretensión democrática de la verdad, regla que nuestro autor evidentemente olvida cuando se trata de comparar el número de liberales con el de socialistas. Hace pocas semanas Capella impartió en Málaga una magnífica conferencia TEDx donde afirmaba que la ausencia de libertad —el socialismo— era imposible que funcionara (Mises, 1920), por eso, no entendemos que ahora diga, de otro modo y en otro foro, que un «poquito» de socialismo (minarquismo) sí es posible porque la ausencia total de socialismo (anarcocapitalismo) no es posible. ¿Ustedes entienden esto? 

Thomas Hobbes
Apelando al argumento de Thomas Hobbes —el hombre es un lobo para el hombre— Capella opina que el monopolio de la violencia estatal es un mal menor que debemos asumir y, por ello, algunos sectores económicos como Defensa, Seguridad y Justicia deben seguir en manos de un «Gran Lobo» que es más fiable que muchos pequeños lobos actuando libremente en el mercado. Admito que el anarcocapitalismo para algunos (Dalmacio Negro) es una utopía fuerte —algo imposible— mientras que para otros es una utopía débil  —algo difícil de conseguir. Eso está por ver. El problema es que los apóstoles del Estado, incluidos los minarquistas del Estado «pequeñito», siguen dando vida y amparando intelectualmente la violencia institucional, eso sí, sólo en pequeñas dosis. 

José Hdez. Cabrera
Respecto de los argumentos económicos que justifican la existencia del Estado no voy a criticar, una vez más, la endeble teoría samuelsoniana de los bienes públicos, externalidades y free riders. Tan solo quisiera aclarar que el anecdótico ejemplo de los fuegos artificiales, que expuse a contrarreloj en el IX Congreso de EconomíaAustriaca, debe interpretarse en este sentido: si la gente demuestra cooperar económicamente, al margen del free rider, en asuntos poco relevantes para su vida, ¿por qué no habría de cooperar en otras cuestiones vitales? 

Lo que resulta inadmisible del artículo de Capella es su elenco de descalificaciones, algo impropio de quien imparte clases de comunicación de las ideas. Es una falacia ad hominem calificar a los ancaps como un grupo de «radicales, fanáticos, ingenuos, fundamentalistas, integristas y adolescentes inmaduros». El anarcocapitalismo, como decía Rothbard, no es otra cosa que llevar los principios de libertad, propiedad y no agresión hasta sus últimas consecuencias lógicas. Craso error es confundir «integridad» intelectual con «integrismo y fanatismo».
Jesús Huerta de Soto
Vuelve a equivocarse Capella apelando a una supuesta evolución positiva del pensamiento que discurre desde posturas radicales hacia otras más equilibradas, como si ello fuera sinónimo de progresismo intelectual o como si la verdad estuviera en algún sitio intermedio entre ideas opuestas. El hecho es que muchos ancaps no lo fueron en sus tiempos mozos y sólo abrazaron la anarquía de mercado en su madurez intelectual, caso de Rothbard, Hoppe, Huerta de Soto y Bastos, entre otros. Capella presume de haber «evolucionado» hacia la sensatez y de haber influido (tal vez) en Rallo en este sentido. El pasado julio, en Lanzarote, Rallo afirmaba que el anarcocapitalismo pudiera ser deseable, pero que no lo creía factible; por este motivo, tal vez, defienda un Estado del 5%, pero al menos lo hace respetando a quienes opinamos que un 5% de coacción es inmoral. Espero que los dirigentes del IJM recuperen la mejor tradición escolástica que defendía la libertad, la propiedad y la justicia «sin concesiones», tal y como decía ufanamente el profesor Huerta de Soto refiriéndose a sí mismo el pasado 3 de junio al recibir el X Premio Juan de Mariana.

sábado, 4 de julio de 2015

Sobre el individualismo metodológico

Imagínese que usted necesita con urgencia un trasplante de riñón, si esto no ocurre pronto su vida corre peligro. Usted recibe una noticia agridulce: una persona ha fallecido en accidente de tráfico y sus familiares han consentido la donación de sus órganos. Usted es trasplantado con éxito y puede seguir viviendo con normalidad. Su gratitud es inmensa y, tal vez, desearía conocer a esas personas que le han salvado la vida. Usted sabe muy bien que ese riñón no procedía de un ente abstracto llamado “sociedad”, sino de un individuo singular, alguien con nombre y apellidos. El individualismo metodológico consiste en analizar cualquier fenómeno teniendo en cuenta que toda acción humana es realizada por un individuo, sólo o en conjunción con otros individuos. Lo contrario es el colectivismo metodológico, es decir, atribuir las realizaciones humanas a entes colectivos o agregados de individuos tales como pueblo, ciudad, nación, gobierno, estado, etc. Un colectivista metodológico diría: “la nación A declara la guerra a la nación B”, un individualista metodológico diría: “el jefe del estado A declara la guerra al jefe del estado B”. Usar un método u otro tiene importantes consecuencias para interpretar la realidad.

Imagine ahora que usted tiene un hijo de 18 años -Luis- que obtiene una beca de estudios del gobierno, el dinero de esa ayuda proviene de los presupuestos generales del estado que a su vez proviene de cientos de tributos distintos pagados por millones de contribuyentes. En este caso, por decirlo de alguna manera, parece que es la “sociedad” quien paga la beca de Luis. Sin embargo, sólo los individuos (las empresas la forman individuos) pueden pagar impuestos. Desde el punto de vista económico, la diferencia entre un riñón y una beca es que el primero es un bien único, indisociable de su propietario, mientras que la beca -mejor dicho, su equivalente en dinero- es un bien fungible que se puede mezclar. El dinero, el trigo o el aceite son bienes fungibles. Estos productos pueden mezclarse sin que sea posible identificar a quien pertenece cada porción de materia. La fungibilidad del dinero hace posible la redistribución de la riqueza ocultando la conexión entre el “benefactor” y el beneficiado. El erario se parece a un gran silo, por la parte superior entra el dinero procedente de la recaudación fiscal y por la parte inferior sale el dinero destinado al gasto público.

Pero sigamos imaginando y apliquemos el individualismo metodológico al caso de la beca. Recuerde, usted es el padre de Luis. Los 2.000€ de la beca de su hijo provienen del IRPF confiscado al ciudadano Pedro López, 43 años, natural de Madrid, de profesión taxista. En la carta de concesión de la ayuda, el “Director General de Becas” comunica que gracias a la “generosidad” de D. Pedro López (se adjunta teléfono y correo-e) su hijo Luis puede ir este año a la universidad. ¿Qué haría usted? ¿Llamaría a D. Pedro López para darle las gracias? ¿O tal vez prefiera no hacerlo?. Quizá la reacción del “donante” no sea muy amistosa. O tal vez suponga usted que ese tal Pedro López tan sólo cumple con su deber fiscal y que Hacienda hace otro tanto con su dinero. Tal vez usted pague, recíprocamente, la beca del hijo del taxista, ¿quién sabe? El administrador del silo -el gobierno- tiene un gran interés en que la gente piense que "todos pagamos lo de todos". A río revuelto, ganancia de pescadores. Los impuestos donde existe una nítida participación individual -conscripción, jurado o servicios electorales- suelen ser impopulares y los afectados procuran evadirlos. 

Veamos ahora qué sucedería si empleáramos el individualismo metodológico. Imagine que para todo político o empleado público, en el reverso de la nómina, se reflejara la identidad de las personas que han debido ser confiscadas para satisfacer pingües sueldos y suculentas comisiones, incluidas las cantidades que paga cada contribuyente. Imagine también que cuando se disfruta de guardería gratis, educación gratis o sanidad gratis se recibiera una factura con el precio del servicio (esto ya se ha hecho) y el nombre de los contribuyentes fiscales que deben pagarla. Por último, imagine que el recientemente nombrado alcalde o concejal, tras haberse subido el sueldo en el primer pleno celebrado, tuviera que enviar una carta personal a 100 contribuyentes -los paganinis de la subida- explicándoles que cada uno pagará 500€ más cada año en impuestos para sufragar el aumento de "dignidad" de la excelentísima corporación. Si hiciéramos lo anterior es muy probable que viésemos las cosas de otra manera. Tal vez, al cruzarnos en la calle con el flamante concejal le echáramos en cara que por culpa de su subida salarial este año no podremos reparar el baño de la casa o no podremos arreglarte los dientes a un hijo. Esta conexión sería fatal para quienes viven del presupuesto.

Al contrario que las organizaciones que viven gracias a la confiscación los sistemas voluntarios tienen interés en que donante y receptor se conozcan mutuamente. Es más fácil que alguien decida apadrinar a un niño si poseemos su foto, sus datos e información sobre sus progresos escolares que si los fondos los recibe una asociación o colectivo. Por otro lado, el agradecimiento genuino sólo es posible si se conoce la identidad del donante. El sistema de redistribución de la riqueza -mal llamado estado de bienestar- oculta sistemáticamente la conexión individual entre los proveedores y los consumidores netos de impuestos por varios motivos: a) técnicamente, es más fácil redistribuir la riqueza de la forma en que se hace ahora; b) se puede idear nuevos impuestos y aumentar su cuantía con menor resistencia de los confiscados; c) los consumidores netos de impuestos no tienen que enfrentarse cara a cara con sus proveedores fiscales; evitando así la vergüenza de los primeros y la ira a los segundos; d) el intermediario político -la clase extractiva o parasitaria- puede reservarse para sí una porción considerable del ingreso fiscal; "el que parte y reparte se lleva la mejor parte". e) el intermediario aumenta considerablemente su poder al atribuirse a sí mismo el mérito de asignar el gasto y repartir privilegios. 

En conclusión, el individualismo metodológico pone de relieve la verdadera naturaleza inmoral del impuesto -cualquier impuesto- y de su corolario: la "redistribución" (forzosa) de la riqueza. Por tanto, no es extraño que todos aquellos que viven parasitando del esfuerzo ajeno desplieguen un auténtico arsenal dialéctico de corte colectivista: bien común, interés general, social, público, igualdad, solidaridad, todos, entre todos, colectivo, consenso, estado, sociedad, pueblo, etc. son palabras que delatan frecuentemente a los colectivistas metodológicos. Y tengan cuidado, detrás de cada colectivista siempre se esconde un saqueador.

viernes, 13 de febrero de 2015

Sobre el concepto de autopropiedad


John Locke
En el pasado artículo hice una defensa de la propiedad privada basándome en el concepto lockeano de autopropiedad: cada persona es propietaria de sí mismo y, por tanto, de su cuerpo. Gran parte de la literatura anarcocapitalista se apoya en esta idea y debo reconocer que, por el hecho de ser bastante intuitiva, proporciona abundantes frutos para la comprensión y defensa del derecho de propiedad. Sin embargo, Samuel Gallop, con gran agudeza me ha hecho ver que el concepto de autopropiedad es filosóficamente inadecuado y dialécticamente innecesario para tal empresa.

En primer lugar —afirma Gallop— si la propiedad privada es una relación de dominio y uso exclusivo que se establece entre un ser humano y un objeto, desde el punto de vista lógico, nadie puede ser simultáneamente propietario y ser poseído. No dejamos de apreciar cierto optimismo en el hecho de que siempre nos veamos a nosotros mismos en el papel de dueño pero nunca en el de objeto poseído. La autopropiedad, por tanto, iría contra el principio lógico de "no contradicción":No es posible ser, a la vez, A y no A. La única manera de solventar esta paradoja sería admitir el dualismo platónico del ser humano donde la mente —psique— sería la parte poseedora y el cuerpo físico —soma— la parte poseída. 

Es evidente que determinadas expresiones mercantiles como «yo vendo mi pelo», «yo dono mi sangre» o «yo permuto un riñón por un pulmón» pueden conducirnos inconscientemente a la idea de autopropiedad. De igual forma, también proferimos que una prostituta «alquila» su cuerpo, pero todos estos actos constituyen la legítima disposición de uno mismo sin que sea preciso acudir a la idea de autopropiedad para explicarlos. Con respecto a la esclavitud o a la «venta» de niños, tampoco es posible admitir que aquellos hubieran sido propiedad legítima de esclavistas o padres, respectivamente. Cito textualmente a Gallop:

Los esclavos no fueron nunca propiedad de sus amos porque un ser humano, por su naturaleza, no puede ser jamás el objeto de propiedad en una relación de propiedad. Ningún humano puede reafirmar su identidad siendo de dominio y uso exclusivo de otro ser humano. La esclavitud fue simplemente agresión a la vida y la libertad de los individuos, sistematizada y legalizada por la fuerza, bajo un manto de propiedad que nunca existió. Como todas las imposiciones humanas sobre la realidad de los hechos, ha durado lo que tardan los humanos en darse cuenta de su error. No es sostenible en el tiempo ir contra la realidad.

Lo anterior presupone la existencia de una ética objetiva, universal y válida en todo tiempo y lugar. No se trata, por tanto, de que la esclavitud (o la homosexualidad) fuera ética ayer y hoy haya dejado de serlo. Nunca lo fue, ni lo es, ni lo será. Si enlazamos esta idea con mi crítica de la conscripción (artículo anterior), no cabe duda de que el Estado aliena al conscripto y confisca temporalmente su vida y su libertad. Aquí me ratifico. El catedrático de filosofía, José María Vinuesa, en su crítica del concepto de autopropiedad afirma con mucho tino que: «Mientras se diga que un hombre es propiedad de alguien —aunque sea de sí mismo— será factible que cambie de dueño".

En conclusión, creo que Gallop lleva razón y debo rectificar. Para defender la vida, la libertad y la propiedad no es preciso acudir al concepto de autopropiedad como si un deus ex machina filosófico se tratara. No es necesario establecer una relación posesoria con uno mismo, ni razonable poner la propiedad por delante y defender que la vida y la libertad son sus corolarios. Para defender la causa de la propiedad privada bastaría con acudir al principio de no (inicio de la) agresión, al respeto a la persona y su derecho a retener para sí el fruto íntegro de su trabajo.

sábado, 18 de octubre de 2014

Sobre el concepto de «modelo»

Oímos con frecuencia a políticos, economistas y sociólogos abogar por tal o cual modelo para organizar la sociedad. Así, se discute sobre los modelos educativo, económico o energético -entre otros- que supuestamente mejorarían la educación, la economía o el medioambiente. Un modelo es un «arquetipo o punto de referencia para imitarlo o reproducirlo». Es decir, algo percibido subjetivamente como bueno para obtener determinados fines. En principio, cualquiera es libre de elegir un modelo e intentar imitarlo. Por ejemplo, los vegetarianos adoptan un modelo de alimentación exclusivamente vegetal porque lo consideran beneficioso para su salud y porque se ajusta a ciertos principios éticos y filosóficos. El problema surge cuando alguien, mediante la fuerza, pretende imponer su modelo a los demás. Imagínese usted un gobernante que prohibiera, bajo amenaza de sanción, el consumo de carne a toda la población. Esto tal vez nos parezca inadmisible y sin embargo los gobernantes nos imponen -de forma coactiva- sus diversos modelos en otras facetas de la vida: nos imponen un modelo de sanidad pública, nos imponen su modelo educativo, pretender «ordenar» el urbanismo, nos imponen un modelo colectivista de reparto de las pensiones, nos imponen la forma de heredar la propiedad, nos imponen un modelo de relaciones laborales, etc. Ninguna faceta de la vida social escapa a la imposición política de determinados modelos. Incluso las relaciones de pareja y de organización familiar están sometidas al modelo dictado por el gobierno. Por ejemplo, la poligamia no es admitida legalmente en los países occidentales y sólo unos pocos países en el mundo respetan los derechos civiles de los homosexuales y transexuales.

Esta práctica de diseño social mediante modelos se denomina «constructivismo». Según Ludwig von Mises (La acción humana, 234): «Existen dos diferentes formas de cooperación social: la cooperación en virtud de contrato y la coordinación voluntaria, y la cooperación en virtud de mando y subordinación, es decir, hegemónica». La primera se produce cuando cada persona es libre de elegir su propio modelo de vida y la segunda cuando una autoridad impone un modelo colectivo mediante el uso de la violencia o bajo amenaza de violencia, es decir, bajo coacción legislativa. La sociedad liberal y la sociedad comunista, respectivamente, son el producto de aplicar uno u otro modelo de cooperación social. La socialdemocracia o socialismo edulcorado que padecemos no es otra cosa que un híbrido entre la libertad y la coacción institucional. En la sociedad hegemónica las élites políticas, apoyadas por sesudos intelectuales, asesores políticos, burócratas y otros adoradores del estado, actúan como ingenieros sociales diseñando e implantando sus modelos a toda la población. Para ello utilizan datos, estadísticas e informes que, adecuadamente presentados por los medios de comunicación al servicio del gobierno, justifican la imposición violenta de sus modelos políticos. Su error consiste en pretender encontrar una medida objetiva y universal de la utilidad cuyo nefasto resultado es la subordinación de la libertad individual a una supuesta e imaginaria verdad objetiva. 

La implantación política de modelos tiene también una base psicológica. El gobernante sufre la ilusión de creerse poseedor de la verdad por el mero hecho de haber obtenido una mayoría en las urnas. El político arrogante -valga la redundancia- se cree ungido por los dioses y disfruta del inmenso placer que supone imponer sus designios a los demás. El sistema democrático parece dotarles automáticamente de una superior visión para saber mejor que nadie qué conviene y qué no conviene a la gente. Y como las masas de votantes son incapaces de apreciar por sí mismas la bondad de sus modelos, estos deben ser impuestos a los ciudadanos en forma de mandato; es decir, por cojones. De esta forma, la libertad para que cada individuo o empresa persiga su propio modelo de actuación queda obstruida por el «café para todos» de la basura legislativa que vomitan 18 parlamentos. La democracia, así entendida, se convierte en un sistema de legitimación de prácticas totalitarias. 

La implantación de modelos es un acto de agresión a la libertad de las personas y una forma sutil de autoritarismo. Los políticos, auténticos maestros del engaño y la falacia, disfrazan su lenguaje para que sus mandatos no parezcan tales. Ellos profieren expresiones metafóricas como «defendemos» -la defensa siempre es un acto legítimo- o «apostamos» -como si se tratara de una lotería o juego de azar. Pero la libertad no es ningún juego que podamos dejar en manos de sátrapas disfrazados de benévolos defensores del «bien común». Tras cada modelo se esconde una doble violación: primero se viola la libertad del individuo para perseguir sus propios fines de la forma que considere oportuna, y segundo, se viola la propiedad privada. Por ejemplo, el modelo turístico (moratoria turística) de los políticos nacionalistas canarios prohibe, entre otras lindezas, la construcción de hoteles de cuatro estrellas impidiendo que los propietarios de las tierras decidan libremente que uso darles. Y en Cataluña se impone un modelo lingüístico que debe ser obedecido bajo amenaza de sanción. No es casualidad que los gobiernos nacionalistas sean los más proclives a implantar sus modelos porque el nacionalismo es una doctrina esencialmente constructivista y violenta. Así pues, ojo al parche porque detrás de cada modelo que quieren vendernos sólo obtendremos opresión, imposición y pérdida de libertad individual.

martes, 18 de marzo de 2014

El arte de mentir

Es una idea ampliamente aceptada que en las sociedades democráticas todo político debe mentir para realizar adecuadamente su función. Esta realidad debería ponernos en alerta. El político demócrata, salvo honrosa excepción, es un auténtico maestro del uso engañoso del lenguaje. Desde sus inicios como jóvenes militantes en los partidos políticos, a la vez que pegan carteles en los muros, los que harán de la política su forma de vida, van aprendiendo con interés y dedicación todas las técnicas lingüísticas más útiles de esa bruta profesión: hablar sin decir nada, eludir preguntas molestas o comprometedoras, decir una cosa y la contraria en el mismo discurso, atacar ad hominem al rival político, elogiar siempre al entrevistador, tener siempre un "as debajo de la manga", manejar cifras previamente manipuladas, buscar siempre la emotividad, abusar de las metáforas, tener firmeza en la voz y siempre mirar a los ojos cuando la mentira y el engaño sean más evidentes. El presidente Zapatero era un auténtico maestro del arte de mentir y algunos piensan que su gran capacidad de engañar a los demás consistía en engañarse previamente a sí mismo. En un sistema democrático solamente aquellos hombres más hábiles en el manejo fraudulento del lenguaje serán los que de forma natural ganen elecciones. 

En el Antiguo Régimen, tener un rey justo o un déspota era una cuestión de azar, pero tal y como afirma Hans-Hermann Hoppe, la democracia asegura virtualmente que sólo los peores hombres, los más falsos y ruines, alcanzarán el poder. El político demócrata es una especie de Maquiavelo moderno capaz de teatralizar cualquier situación a su favor capitalizando los éxitos y disfrazando los fracasos. Todo ello con altas dosis de convicción. Experto en el arte sofista, su modus operandi no consiste en decir la verdad de las cosas sino en disfrazarla para que resulte los más agradable posible al oído del votante. Sus objetivos sólo son dos: alcanzar el poder y mantenerse en él todo el tiempo posible viviendo, cuál parásito, de expropiar el dinero a los ciudadanos.

domingo, 2 de diciembre de 2012

Filosofía para empresarios: el altruismo

Ayn Rand
Tengo la impresión, o casi la certeza de que a los empresarios les interesa poco o nada la filosofía. Como personas pragmáticas, orientadas a la acción, emplean la mayoría de sus energías en los duros avatares de la vida cotidiana y en sacar adelante sus empresas, que no es poco. Los empresarios piensan lo mismo que decían los romanos: primum vivere, deinde philosophari; o dicho en castizo: primero vivir, después filosofar. Sin embargo, este latinajo puede llevarnos a engaño ya que, como advertía Ayn Rand, fundadora del objetivismo, no es posible vivir sin filosofía. Toda acción humana está íntimamente vinculada al sistema de creencias que se configura durante la vida a través de la experiencia y el conocimiento. Por tanto, tal vez sería más adecuado afirmar que "vivir y filosofar" simultáneamente es lo habitual en todo ser humano. El hecho es que todos, seamos o no conscientes de ello, tenemos un sistema filosófico que nos sirve de guía en la vida y de cuyos efectos no podemos sustraernos. Somos libres de creer cualquier cosa pero no somos libres de evitar la sanción que impone la realidad objetiva. Es decir, una mala filosofía tendrá un precio que será preciso pagar. 

Auguste Comte
Hoy trataremos cómo el altruismo afecta al empresario mermando su libertad de acción y sus derechos de propiedad. El filósofo francés Auguste Comte acuñó en 1851 la palabra "altruisme", cuya raiz latina "alter" significa "otro"; literalmente significa "otro-ismo". El altruismo consiste en "poner a los demás por delante de uno mismo como regla básica de vida" o también (RAE) "diligencia en procurar el bien ajeno aún a costa del propio". La doctrina cristiana -cuestionable filosóficamente en ciertos aspectos- ha calado de tal manera en el subconsciente que es creencia extendida el deber moral de toda persona de ayudar a quien lo necesite. Y aquí es donde surge la trampa filosófica: la persona con menos recursos exige al Estado que cumpla con su deber altruista: dar a cada uno según sus necesidades; y puesto que el Estado es un ente improductivo, debe expropiar la riqueza a unos ciudadanos para entregársela a otros. Esta es la génesis perversa por la que se justifica la redistribución de la riqueza mediante la expropiación fiscal del Estado.

Hans-Hermann Hoppe
El altruismo, por tanto, se adora en el altar sacrosanto del edificio socialdemócrata donde el Estado se convierte en una organización criminal, como acertadamente ya definió Hoppe: "un monopolio territorial de seguridad, coacción y expropiación". La caridad ya no es voluntaria sino forzosa y este error filosófico ha transformado el derecho en legislación, ha convertido una noble institución milenaria en una maraña burocrática, putrefacta, inconexa, insegura e inestable de normas arbitrarias donde el empresario, entre otros, es objeto de múltiples tropelías.


El altruismo nos conduce a una contradicción: es inmoral negarse ser expropiado pero no lo es recibir la mercancía robada. Unicamente un místico o un demente se sentiría moralmente obligado a entregar su patrimonio al prójimo y mucho menos pondría a los demás por delante de  él mismo. Sin embargo, el Estado legisla continuamente en una orgía redistributiva donde el empresario es saqueado por los cuatro costados. Veamos un ejemplo: un empresario, ¿es culpable de que una persona tenga discapacidad? ¿es acaso responsable de velar por la supervivencia de un discapacitado? ¿tiene obligación de proporcionarle trabajo? Damos por hecho que no existe tal responsabilidad. Sin embargo, las leyes laborales, contaminadas por el altruismo y la envidia, han incorporado la doctrina social de la empresa según la cual es deber del empresario proporcionar empleo a los discapacitados. Es decir, la empresa -pero no otro bien particular- tiene una supuesta "función social" y por eso se admite como legítimo lo anterior.

Existen otros ejemplos de abusos altruistas: los ayuntamientos, en lugar de proveer un servicio de baños públicos, como es su deber, lo traslada a los propietarios de bares cuando lo justo sería, en todo caso, negociar un precio a cambio del servicio. Claro que es más fácil y barato seguir coaccionando al empresario a golpe de reglamento.
Como conclusión, parece relevante filosofar sobre la empresa, su naturaleza privada y sobre los derechos de propiedad. Mientras los empresarios admitan un supuesto deber altruista serán tratados como animales de sacrificio. Mientras persistan en este error filosófico, el expolio y la vulneración de derechos no cesará. Las consecuencias están a la vista. No se genera empleo, entre otras causas, porque faltan incentivos racionales a quienes deben crearlo. Nadie moralmente sano, inteligente y juicioso estará dispuesto a trabajar duro y arriesgar su patrimonio para tener éxito y luego ser ordeñado, sancionado y vilipendiado por un sistema político -la socialdemocracia- que ha decidido alimentar a un ejército de parásitos.

domingo, 11 de noviembre de 2012

Eurovegas: por qué los empresarios necesitan filosofía


La polémica existente sobre el caso Eurovegas así como las posturas enfrentadas entre sus partidarios y detractores nos conduce a una inevitable reflexión filosófica sobre el origen de la disputa: los diferentes conceptos que se tienen sobre la propiedad privada.

Toda cuestión controvertida habitualmente descansa en un desacuerdo sobre las distintas jerarquías que adquieren los valores. Por ejemplo, en EEUU prevalece la inviolabilidad del domicilio sobre la integridad física de un intruso y las leyes amparan al ciudadano que dispara con su pistola al criminal. En España no es igual: la ley considera la vida del criminal un bien jurídico superior a la propiedad privada de la víctima y por eso España es un chollo para asaltantes, ladrones y criminales en general. 

En el caso Eurovegas también se pone de manifiesto la diferente idea que americanos y españoles tienen de la empresa privada: para unos, es una propiedad que no puede ser violada por nadie, ni siquiera por el Estado; para los segundos, es un ente cuyo funcionamiento puede y debe ser intervenido y controlado por el Estado para equilibrar fuerzas y proteger al trabajador del supuesto abuso del empresario, que es visto y tratado como un presunto delincuente. El resultado de ambas concepciones filosóficas está a la vista: unos empresarios -como Sheldon Adelson- se muestran orgullosos de serlo, y otros -los españoles- han asumido su "pecado original": la culpa de querer ganar dinero, y se esconden como conejos ante las tropelías del político de turno o de los sindicatos. 

El empresario Sheldon Adelson, dueño de Las Vegas Sand Corporation, cree que sus casinos, los suyos, son de su propiedad y que nadie ajeno al negocio tiene el derecho de intervenir en su funcionamiento; sólo las partes interesadas o stakeholders (propiedad, empleados, proveedores y clientes) poseen la facultad de negociar, de forma libre y consentida, los asuntos que le conciernan; por lo anterior, Adelson presume con orgullo randiano que en ninguna de sus empresas rija convenio colectivo alguno. Como explican Braun y Rallo en su libro El liberalismo no es pecado: "los sindicatos son cárteles de trabajadores que pretenden conseguir un salario mayor que el que podrían obtener en un mercado libre".

El socialismo admite como legítima una ecuación éticamente dudosa: A (gobierno) y B (sindicato) deciden lo que C (empresa) hará por D (trabajador). Resulta evidente que el señor Adelson, con buen criterio, no está dispuesto a tomar el ricino filosofal con el que se desayunan a diario sus colegas españoles. 

Las reglas que necesitan las empresas no son distintas de las generales que operan en la economía: derechos de propiedad y cumplimiento de los contratos. Sin embargo, los políticos, intentan una y otra vez imponer estérilmente, a golpe de ocurrencia, sus propias reglas al Mercado cuando éste solo busca libertad y seguridad jurídica. Es patente que estamos gobernados por imbéciles y analfabetos que sólo miden su rendimiento político contabilizando un sinfín de paridas legislativas. No es una broma, el Gobierno (PP) de Murcia está revisando la Ley Regional de Turismo y el borrador contempla sanciones para las empresas que "no traten bien a sus clientes".

Las posiciones sobre Eurovegas son de tres tipos: a) Los sindicatos y partidos de izquierda han puesto el grito en el cielo desplegando su tradicional arsenal metafórico: vuelta a la esclavitud, agresión a la clase trabajadora, capitalismo salvaje, coacción del gran capital, fomento de la ludopatía y prostitución, agresión medioambiental, y resto de exabruptos. Desde la ideología colectivista, cuyo principal enemigo es la libertad, hay que impedir a toda persona -por su propio bien- trabajar bajo las condiciones particulares de Eurovegas, aunque aquella estuviera conforme; restringiendo de paso el uso de la primera propiedad privada: el propio cuerpo, las habilidades y el trabajo. Al igual que ocurre cuando se fija un salario mínimo, el Estado, sea por ignorancia o por un sesgo ideológico, provoca un desempleo involuntario, y ya estamos en 25,8 %.
b) Los socialistas de derecha, que proliferan cada vez más, con Rajoy como máximo exponente, intentan contemporizar situándose en un terreno intermedio y embarazoso que realmente no convence a nadie, debido a sus contradicciones internas.
c) Por último, en franca minoría, están los favorables al proyecto de Madrid-Eurovegas: la valiente pero ya dimitida Esperanza Aguirre, su sucesor Ignacio González y los escasos liberales que todavía quedan en España.

Lo que no entiendo es una cosa, si las autoridades españolas ceden -como todo parece indicar- ante las demandas de un empresario americano, en el sentido de respetar sus derechos de propiedad, aduciendo que es bueno para la economía de Madrid y de España, y porque se crearán más de 200.000 empleos; ¿no es esto una afrenta a la razón? ¿por qué respetar la propiedad de uno grande y violar la de miles pequeños? El empresario español, como el ser mitológico Atlas, ha sido castigado por el dios Estado a sostener el mundo económico bajo sus hombros sin recibir a cambio más que ultrajes: su propiedad privada intervenida, su libertad de contratar y despedir coartada, su iniciativa obstaculizada por la burocracia y su reputación pisoteada. Cuánta razón tenía Leonard Peikoff cuando afirmaba en un ensayo: "por qué los empresarios necesitan filosofía".

sábado, 22 de septiembre de 2012

¿Por qué la gente no lee filosofía?

La pasado noche participé como moderador en una tertulia liberal para hablar del libro de Hayek, Individualismo: el verdadero y el falso. Varios de los asistentes, algunos de ellos miembros del Partido de la Libertad Individual, me comentaban que apenas habían entendido algo y no les faltaba razón: leer filosofía no es tan fácil como leer una novela. Ya en 1739, David Hume en su Tratado de la naturaleza humana afirmaba refiriéndose a sus contemporáneos: "los hombres parecen estar de acuerdo en convertir la lectura en una diversión y rechazan todo aquello que exija para ser comprendido de un grado considerable de atención". 

Leer filosofía no sólo requiere atención sino reflexión acerca de las ideas - tal vez originales- del autor; por otra parte, la habilidad para exponer en un texto y de forma clara conceptos abstractos es rara avis y Hayek se muestra confuso y desordenado en este ensayo sobre el individualismo escrito en 1949. Para mí, la forma más útil de captar y fijar conceptos filosóficos consiste en buscar (mentalmente) ejemplos y analogías de la vida cotidiana. Esto significa leer un párrafo y pararse a meditar; es decir, consiste en una lectura que se cocina a fuego lento. Aún así, no siempre es posible entender todo lo que leemos, ya sea por la falta de habilidad del filósofo o por nuestra falta de costumbre y entendimiento. No pasa nada, no hay que desesperarse, la filosofía es así y el lector debe asumir que no entenderá algunas o muchas partes del texto. El proceso de entendimiento es similar al aprendizaje de una lengua extranjera: vamos mejorando poco a poco a medida que practicamos la comunicación.

La mayoría de las personas prefiere leer novelas porque entiende que el ocio no debe requerir esfuerzo alguno o, en todo caso, sólo un esfuerzo moderado. Sin embargo, al igual que quien practica un deporte emplea su tiempo libre haciendo un esfuerzo físico que rinde sus frutos, leer filosofía es el equivalente al deporte en su faceta mental. Leer filosofía nos permite acceder al pensamiento de otras personas cultas, brillantes y originales que han pensado por sí mismas. Tal vez sea ésta la principal virtud que podemos adquirir: pensar por nosotros mismos.  

El individualista es una persona que acostumbra a pensar por sí mismo, lo cual va unido a una cierta independencia de carácter y autoestima. Otra personas -llamémosles colectivistas- prefieren no pensar demasiado y delegan en otros la facultad humana por excelencia: la racionalidad. 

Tal vez, los excesivos desmanes de la clase política en España se hayan consentido por nuestra pereza mental, por nuestra falta de lectura, por nuestra incomprensión de lo que realmente sucede o por una connivencia con esta pseudodemocracia basada en el clientelismo político: o entender la democracia, no como un ejercicio de convencer al otro mediante argumentos razonados, sino mediante el engaño o la compra de votos. Este, a mi juicio, es un grave error moral y filosófico.  

Anoche, durante la tertulia liberal, tuve la suerte de hacer nuevos amigos que piensan por sí mismos y cuando intercambiamos opiniones y puntos de vista, el enriquecimiento es mutuo y el diálogo se convierte en una actividad altamente enriquecedora y placentera.