lunes, 2 de agosto de 2021

En defensa del abstencionismo vacunal


Quienes rechazan vacunarse no niegan la existencia del virus SARS-CoV-2, tan solo consideran que abstenerse es una alternativa preferible. No son «negacionistas» —término falaz—, sino «abstencionistas». Todo derecho incluye la posibilidad de no ejercerlo, por ejemplo, el derecho al sufragio implica el derecho a la abstención y el derecho del acreedor a cobrar implica la posibilidad de condonar la deuda; análogamente, si existe un derecho a vacunarse también existe igual derecho a no vacunarse.

Antes de actuar cada individuo analiza subjetivamente (con la información disponible) los potenciales beneficios y riesgos de las diferentes líneas de acción o alternativas. La ciencia, la estadística y las recomendaciones de técnicos y amigos puede ayudarnos durante el proceso, pero en última instancia corresponde a cada individuo decidir por sí mismo y, en su caso, por los menores bajo su tutela. Quien se vacuna considera que (potencialmente) el beneficio excede al riesgo y por ello acepta que la autoridad sanitaria decida el orden (colectivos prioritarios, rangos de edad) y las condiciones de la vacunación, en particular, el tipo y la marca comercial. Cuando el Estado monopoliza la vacunación la única elección ofrecida al paciente es: ¿brazo derecho o izquierdo?

Existen diversas razones para la abstención vacunal. Algunos desean vacunarse, pero rechazan el autoritarismo del gobierno y prefieren esperar a que exista libertad de elección. Otros consideran que los riesgos de vacunarse (medio y largo plazo) son desconocidos y nadie se hace responsable de las consecuencias de administrar un medicamento en fase experimental. Otros desconfían sistemáticamente del gobierno, de los comités de expertos a su servicio y de una sospechosa ausencia de pluralidad informativa. Cualquier mensaje que se oponga a la versión oficial (hay que vacunarse) es catalogado como «negacionista». Solo Internet escapa a esta caza de brujas.

Existen varias formas de forzar a los abstencionistas. La más directa sería decretar la vacunación forzosa, tal y como se hace con el ganado, pero esta medida viola derechos fundamentales del individuo. Hay una vía indirecta que supone un fraude de ley: decretar normas que imponen a los no vacunados unas exigencias inasumibles o muy costosas de cumplir (PCR negativo) para realizar actos cotidianos: viajar, alojarse en hoteles, consumir en bares y restaurantes, presenciar espectáculos, practicar deportes, etc. El pasaporte o certificado Covid se utiliza precisamente para discriminar y lesionar los derechos de los no vacunados. De facto, estas prácticas suponen un apartheid sanitario cuya finalidad es segregar socialmente a la minoría abstencionista.

Para colmo de males el gobierno impone a empresarios y empleados de ciertos sectores —hostelería, restauración, ocio— unas servidumbres abusivas: a) Los convierte en «inspectores sanitarios» de sus clientes, obligándoles a verificar quien está o no vacunado; b) Los convierte en «policías sanitarios», obligándoles a rechazar a quienes no hayan completado la pauta de vacunación (y no presenten PCR negativa). Y si se niegan a realizar estas tareas son multados. Todo el sistema es coercitivo.

Las autoridades también utilizan una tercera vía —la propaganda— para estigmatizar socialmente al abstencionista. Se fomenta en la opinión pública una división maniquea: buenos y malos, vacunados y no vacunados. Socialmente se presenta a los primeros como ciudadanos ejemplares y solidarios; mientras que los segundos son tachados de egoístas y aprovechados (free-riders). Sanitariamente y legalmente, los vacunados son tratados como presuntos «sanos» (no se les exige PCR negativa) y los no vacunados como presuntos «enfermos» y potenciales «contagiadores». Ambas presunciones son falsas y se utilizan para agredir injustificadamente a los segundos.


Randolph Bourne, que falleció en la epidemia de gripe de 1918, escribió: «La guerra es la salud del Estado». Análogamente, la emergencia por Covid-19 reproduce las agresiones que el Estado perpetra contra la población. Los políticos, ávidos de poder, monopolizan la vacunación, confiscan la propiedad privada, confinan injustamente a la población, prohiben el trabajo y fomentan el odio a los no vacunados. Ante el miedo de ser contagiado, enfermar e incluso morir, la sociedad retorna a un estado tribal: el razonamiento lógico cede ante la emotividad y el Derecho ante un ordenancismo arbitrario. Asistimos, en definitiva, a un proceso descivilizatorio que debe ser combatido con argumentos sanitarios, éticos y jurídicos.