domingo, 24 de marzo de 2019

Contra la igualdad


Conferencia impartida el 22 de marzo de 2019, en el Real Casino de Tenerife, dentro de las VI Jornadas Liberales de Tenerife.


Sinopsis:
La idea de igualdad, en general, tiene buena fama en la sociedad. Se piensa, acríticamente, que la igualdad es buena y, por tanto, es considerada como un objetivo ético y político. Vamos a reflexionar sobre los distintos conceptos de igualdad para alcanzar una conclusión: la igualdad es inhumana y pretender imponerla por la fuerza no sólo es un error, sino un horror.

En primer lugar, existe una igualdad matemática (i.e. 2 + 2 = 4). Aquí no es posible el desacuerdo ni la discusión ética porque estamos ante una herramienta intelectual abstracta y ajena a la acción humana; pero si nos adentramos en el ámbito social, necesitamos prima facie una definición: «Se dice que A y B son iguales si son idénticos con respecto a un determinado atributo»; por ejemplo: si A y B ganan 1.000€/mes decimos que ambos tienen igual salario.

La naturaleza es diversa, desigual y los hombres también lo son. Lo genuinamente humano es la desigualdad: genética, familiar, étnica, cultural, etc. Todas las personas son desiguales: hombre-mujer, alto-bajo, guapo-feo, blanco-negro, rubio-moreno, listo-tonto, vago-industrioso, frugal-vicioso, etc. Es imposible igualar todas estas diferencias, a las que se añade el azar: la suerte o el infortunio. Las diferencias genéticas, las adquiridas y el ambiente impiden la igualdad de oportunidades y de resultados. Cada cuál tiene sus propias oportunidades: diversas, cambiantes a lo largo de la vida.

La idea de igualdad está vinculada al concepto de justicia. Los igualitarios creen que la desigualdad de resultados es injusta y que compete al Estado reducirla por la fuerza a través de la legislación. Durante la Revolución francesa (1793) la aguja de la catedral de Estrasburgo fue objeto de un proceso judicial: los jacobinos planteaban destruirla por el delito de «injuria a la igualdad»; para salvarla, el maestro cerrajero Stultzer convenció a los republicanos de cubrirla con un gorro frigio gigante que «alabaría las virtudes de la Revolución hasta Alemania». Así, la catedral llevó durante nueve años un gorro rojo que los alsacianos denominaron Kàffeewärmer (la estufilla de café).

La justicia, según Ulpiano, es «dar a cada uno lo suyo». Y como no podemos redistribuir los dones naturales, ni los adquiridos, al igualitario sólo le queda redistribuir el resultado: la riqueza. Con el pretexto de la igualdad y de la espuria «justicia social», el Estado ha legalizado el robo masivo de la propiedad privada y la mayoría de la sociedad lo ha aceptado.

La desigualdad económica no es injusta si los medios que la han causado son justos. Por ejemplo, millones de personas juegan a la lotería, tras cada sorteo unos pocos agraciados son ricos y el resto es algo más pobre. Este aumento de la desigualdad económica no es objeto de condena moral. Los igualitaristas, si fueran consecuentes, no participarían en los juegos de azar.

Otra gran falacia es: «Igual salario por igual trabajo». Esta queja, común entre las feministas, presenta un doble error: a) Económico: El empresario no paga según el tipo de trabajo, sino por la productividad en el trabajo. El salario es la estimación subjetiva de la contribución del empleado a la facturación de la empresa. Si todos los empleados tienen desigual rendimiento, lo justo (según Ulpiano) sería que todos cobraran salarios distintos, algo observado en los deportistas profesionales que juegan en equipos. b) Ético. El empresario, como propietario de su empresa, debe ser libre de convenir salarios con cada empleado. Esta libertad debe respetarse aún en el supuesto de que se equivoque al calcular la productividad o de la existencia de sesgos y prejuicios.   

Las pretensiones de igualdad de resultados siempre son parciales e interesadas. Nadie quiere igualarse con otro «por abajo». Por ejemplo, son los guardias civiles y policías nacionales los que quieren igual salario que los agentes locales y autonómicos. Al revés nunca sucede.

Con frecuencia, igualdad y solidaridad se confunden. La desigualdad humana no es incompatible con la compasión, la ayuda y la caridad, virtudes todas humanas. Pero la ayuda al prójimo o la solidaridad (voluntaria) no busca la igualdad entre el donante y el receptor de la ayuda, sino mitigar la situación del último.

En conclusión, lo genuinamente humano es la desigualdad: genética, de personalidad y carácter, de origen (étnico, familiar, geográfico), cultural, de intereses y preferencias, en el azar, etc. Fruto de todo ello es la desigualdad económica de rentas y riqueza. Pretender la igualdad mediante la fuerza, vía legislación, es inmoral y quiebra el principio de justicia, entendido como «dar a cada uno los suyo». La única igualdad legítima es la igualdad ante la ley.

martes, 12 de marzo de 2019

Sobre el empoderamiento




Max Weber
En la literatura empresarial se afirma que es bueno «empoderar» a los empleados para que sean capaces de actuar y tomar decisiones en ausencia de sus jefes directos. El feminismo pretende el «empoderamiento» de las mujeres, es decir, que estas desempeñen cargos con más poder. Hoy pretendo criticar ambos conceptos desde el significado weberiano de «poder». 

Según el famoso sociólogo Max Weber (1864-1920): «Poder o macht (capacidad de imposición) significa la probabilidad de imponer en una relación social la voluntad de uno, incluso contra la resistencia del otro, con independencia de en qué se apoye esa probabilidad» (Weber, 2006: 162). En otras palabras, poder es la capacidad de ordenar la conducta ajena mediante la amenaza o ejercicio efectivo de la violencia.

Por tanto, los empresarios y empleados a su servicio no ejercen poder ni dentro ni fuera de la empresa porque las relaciones laborales y comerciales se basan en el libre intercambio de bienes económicos (trabajo, productos y servicios). Las relaciones económicas son contractuales. Lo que se llama «poder económico» no es otra cosa que mayor «capacidad adquisitiva». Y el «poder de negociación» sólo implica la existencia de mayores opciones disponibles. Empoderar a los trabajadores, en realidad, significa dotarles de mayor autonomía, dentro de unos límites y siguiendo unos criterios generales de actuación.

Empoderar a las mujeres, en cambio, se refiere al poder en sentido weberiano, de imposición a los demás. Por ello, el empoderamiento feminista es muy peligroso, porque pretende hacer uso de la violencia legislativa para alcanzar sus objetivos. Solamente es ético el poder que ejercen los padres con sus hijos pequeños, el poder en caso de legítima defensa y el que procede de una resolución judicial. Pero tanto el poder político como el que ejerce un criminal privado son moralmente inaceptables.

Un orden social ético debe renunciar al poder político y hacer que todas las relaciones sociales estén basadas en la persuasión y la convicción, algo que Weber (2006: 162) llamaba dominación o herrschaft: «La probabilidad de que determinadas personas obedezcan una orden con un contenido determinado». En el Derecho Romano, poder es equivalente a potestas y dominación a auctoritas. El poder consigue la obediencia por la fuerza mientras que la auctoritas la consigue pacíficamente.

En definitiva, buscar el empoderamiento no es nada edificante pues supone apelar a la violencia como medio para alcanzar fines, es decir, el empoderamiento es una injerencia ilegítima en los fines de los demás. Actualmente, la forma más extensa y profunda de empoderamiento reside en la oligarquía que controla el Estado: partidos políticos, sindicatos, gobierno y parlamentarios. 

Weber, M. (2006). Conceptos sociológicos fundamentales. Madrid: Alianza Editorial.