miércoles, 17 de septiembre de 2014

El salario de los famosos


Observo con frecuencia en las redes sociales cómo algunas personas se escandalizan -tachando de inmorales o injustos- los pingües salarios que perciben determinadas figuras del espectáculo o el deporte. Las iras recaen con especial virulencia sobre los presentadores y tertulianos de programas del corazón como Sálvame: profesionales del periodismo rosa cuya mayor habilidad es conocer la vida íntima de otros famosos para luego despellejarlos sin piedad en el plató de TV. ¿Cómo es posible que Belén Esteban, Kiko Hernández o Matamoros ganen varios miles de euros por programa? ¡qué vergüenza de país! —gritan muchos indignados ante lo que tildan como «fallos» del mercado o del capitalismo.

El segundo grupo más criticado es el formado por los futbolistas de élite: Ronaldo, Messi, Bale, Casillas, etc. ganan todos varios millones de euros netos al año, unos 20.000€ al día; «y tan solo por correr detrás de una pelotita» —afirman algunos que odian el fútbol. A otros les parece injusto que futbolistas, tenistas o golfistas "normales" ganen mucho más que los campeones mundiales de natación, atletismo o bádminton. Por último, para no alargarme, los hay que comparan los salarios de los famosos con los de otros profesionales más «útiles» a la sociedad como pudieran ser los médicos, ingenieros o profesores. De este análisis excluyo a políticos, funcionarios y otros empleados del estado que obtienen su salario, no mediante otorgamiento voluntario de los consumidores, sino tras la expropiación forzosa que implica todo impuesto.

Todo este elenco de quejas, lamentos y agravios comparativos que tildan de «excesiva» la ganancia de las estrellas de la TV y el deporte se debe básicamente a dos causas: la primera es la envidia; la segunda, la incapacidad para entender cómo funciona la economía de libre mercado y cómo ésta recompensa a cada trabajador de forma desigual. En el sistema capitalista el consumidor es el juez que determina cómo se retribuye el trabajo. Al consumir un programa de TV (y dejar de consumir otro) la audiencia fija indirectamente los salarios que cada cuál percibirá. Es patente que las tertulias del corazón o los partidos de fútbol acaparan gran parte de la audiencia y eso incrementa los ingresos por publicidad de los medios de comunicación. Por tanto, son los espectadores, a través de sus elecciones libres y voluntarias, quienes estipulan lo que cada cuál cobrará en una economía no intervenida. 

Como dice Ludwig von Mises: «La economía no es una ciencia moral». El libre mercado es ajeno a una supuesta «justicia social» o al ideal distópico que supone el igualitarismo. La justicia —según Ulpiano— es «dar a cada uno lo suyo», y «lo suyo» es todo aquello obtenido legítimamente con el trabajo. Por tanto, es legítimo y justo que algunas personas se enriquezcan ofreciendo aquello que los demás estiman en mayor medida. El capitalismo remunera proporcionalmente a quienes hacen más felices a los demás o satisfacen mejor los deseos del prójimo. Si la escritora J. K. Rowling —creadora de la saga Harry Potter— tiene una fortuna de cientos de millones de libras es justo, es «lo suyo», porque su talento ha hecho felices a cientos de millones de lectores. Es arbitrario afirmar que la literatura fantástica es peor que la novela histórica o la poesía; y viceversa. Análogamente, es arbitrario afirmar que la «telebasura» es peor que los documentales o que el fútbol es peor que el cine. Afortunadamente, nadie está obligado a ver programas que no le gustan. Sólo es preciso cambiar de canal.


lunes, 1 de septiembre de 2014

Sobre el fraude fiscal

Es frecuente escuchar que España es uno de los países europeos campeones del fraude fiscal. Según Expansión, el fraude alcanza el 25,6% del Producto Interior Bruto: 253.000 millones de euros. Desconozco el método por el que los técnicos de Hacienda y otros sesudos economistas han llegado a esta cifra. Yo tengo la buena costumbre de desconfiar, por sistema, de los datos gubernamentales pues se suelen cocinar de forma sesgada según los intereses políticos. Algunos gobernantes e intelectuales de izquierda afirman que la culpa de nuestros males radica en la escasa moralidad de nuestro pueblo; si fuéramos como los nórdicos -dicen aquellos- todo iría mucho mejor. Si de verdad creyesen esto, nuestros gobernantes deberían proponer ser sustituidos por otros nórdicos porque siempre es más fácil cambiar a una reducida élite que a 47 millones de habitantes. 


Detrás de tanta culpabilidad vertida en los medios de comunicación sobre el "defectuoso" pueblo español se intuye una estrategia maquiavélica que Noam Chomsky denominara "reforzar la auto-culpabilidad": hacer creer a la gente que es ella misma (y no las autoridades) la principal culpable de que no podamos salir de la crisis. Esta forma de manipulación informativa exonera a los políticos de toda culpa. El gobierno -diría Rajoy, Sáenz de Santamaría o Montoro- hace todo lo posible por mejorar las cosas pero los españoles son unos pícaros inmorales que no se dejan expropiar dócilmente. Según esta tesis el españolito medio está mucho mejor dotado que sus vecinos europeos para engañar al fisco. Todo indica que, en el fondo, mucha gente no está conforme en pagar (tantos) impuestos y está dispuesta a asumir los riesgos que supone engañar al recaudador. 


El mito de Atlas
Según un informe del Think Tank Civismo, en España aproximadamente el 50% de la riqueza obtenida por los trabajadores es confiscada mediante impuestos y tasas diversos. En círculos empresariales se habla ya de las "50 Sombras de Brey" para referirse al medio centenar de medidas con las que, directa e indirectamente, el ejecutivo de Mariano Rajoy ha revisado al alza la factura tributaria que pagan las sociedades españolas. Por tanto, praxeológicamente hablando, cada expropiado -más conocido como contribuyente- es un esclavo a tiempo parcial del estado. Aquellos que tachan hoy de insolidario al que evade impuestos en nada difiere de los esclavos que condenaban al prófugo porque, tras su fuga, la carga marginal de trabajo del resto iría en aumento. No puede ser una simple coincidencia que confiscación y evasión fiscales hayan aumentado de forma paralela. Frente a la agresión fiscal no podemos condenar la legítima defensa de la propiedad privada.

Una segunda tesis, sostenida por los estatistas, niega que los españoles sean hábiles defraudadores; lo que ocurre -dicen- es que los funcionarios de la Agencia Tributaria son más torpes que sus homónimos europeos y que el sistema coactivo podría ser mejorado. Estos adoradores del estado abogan por incrementar el número de inspectores de hacienda, policías y jueces; también se podría endurecer el código penal y construir más cárceles. Lo que hace falta -afirman tajantemente- es más mano dura con los evasores. Sin embargo, incrementar la coacción no sale gratis. Más mano dura implica avanzar hacia un estado policial y a mayor tamaño del estado mayor coste económico: lo comido por lo servido. Lo bueno -dirían los keynesianos- es que habría más empleo público (pero menos privado). Cuando la gente aborrece del gobierno la única solución del régimen es redoblar la violencia institucional: se implantan nuevos controles sobre el comercio y las finanzas, se aumentan las sanciones y penas de faltas y delitos fiscales, etc.

Existe otra forma más económica e inteligente de conseguir que la gente no se sienta (subjetivamente) esclava del estado y que pague al fisco de buena gana: el adoctrinamiento. Sólo es preciso diseñar campañas publicitarias: "hacienda somos todos", "lo público es de todos", "el sistema que nos hemos dado entre todos", "con IVA o sin IVA", etc. O también controlando los contenidos educativos para que los niños aprendan pronto que papá estado nos expropia, no por su gusto, sino por el bien común que, al fin y a la postre, es nuestro propio bien. La educación es objetivo preferente de los políticos pues desean influir en las masas desde su más tierna infancia. 

Frente al irresoluble problema de que una parte de la población se considere contribuyente (voluntaria) y otra como expropiada (forzosa), existe una tercera vía llamada "contracting out" o "contratar fuera" del estado. El primer grupo sigue pagando gustosamente impuestos y disfrutando de los servicios públicos. El segundo grupo -los insumisos fiscales- renuncia a los servicios públicos y el estado renuncia a la coacción fiscal. Esto podría aliviar la insatisfacción actual de las tres partes en liza: los dos grupos y el gobierno. La solución es aplicable a aquellos servicios públicos donde exista una nítida identificación entre consumo y pago tales como educación, sanidad o recogida de residuos. Otros servicios públicos podrían financiarse mediante impuestos indirectos o tasas; por ejemplo, el uso de las carreteras puede sufragarse con impuestos sobre los combustibles o mediante peajes.  

Que el ciudadano pueda liberarse (aunque sea parcialmente) de la coacción fiscal presenta ventajas apreciables: a) se reduce la agresión institucional lo cual redunda en una mayor legitimación del poder político. b) se reduce la pugna política entre los ciudadanos que no es otra que la lucha por influir políticamente y decidir cómo se organiza la sociedad y cómo se gasta el dinero público. c) se disciplina el gasto público, se obliga al gobernante a recaudar cantidades precisas para fines igualmente precisos. Ya no valdrían ficciones fiscales como incrementar un céntimo el impuesto sobre la gasolina para pagar la sanidad. d) por último, se introduce competencia en el sistema social. Los servicios públicos están obligados a competir con los privados y a mejorar si no quieren ver cómo el segundo grupo crece a expensas del primero.