lunes, 18 de agosto de 2014

Sobre el veto ruso a los productos agroalimentarios: un análisis económico


El pasado 7 de agosto el presidente Putin aprobó una serie de medidas prohibiendo la importación de ciertos productos agroalimentarios procedentes de la Unión Europea, EEUU, Australia, Canadá y Noruega; países que habían emprendido sanciones económicas contra Rusia a raíz del conflicto territorial sobre Crimea y otras regiones del este de Ucrania. Los países de la UE más afectados por este veto son, en este orden: Polonia, Lituania, Países Bajos, Alemania, España, Dinamarca, etc. En el caso español, las exportaciones a Rusia se cifran (2013) en 440,8 millones de euros.

Tras esta escueta introducción, analizaré las consecuencias económicas derivadas de esta crisis. En primer lugar, al interrumpirse el comercio internacional se producen efectos distintos -aunque todos nocivos- para los consumidores de todos los países afectados por la prohibición, incluido Rusia. Empecemos por los países exportadores. Con objeto de minimizar las pérdidas, la cuestión más importante y urgente es decidir cómo, dónde y cuándo colocar el excedente de producto. La solución más fácil para los productores sería "vendérselo" a Bruselas, al fin y al cabo -dirán aquellos- "han sido los políticos los causantes del problema". En realidad, no se trata de una venta stricto sensu. El excedente agrario (y pecuario, en su caso) ya recolectado será destruido y el pendiente de recolectar se dejará mermar en la propia plantación. El tratamiento de vegetales y animales es distinto aunque no voy a hacer un análisis separado del problema.

El "rescate europeo" podría beneficiar también a otras industrias auxiliares como, por ejemplo, el transporte por carretera. Todo dependerá de la habilidad lobista que cada sector afectado sea capaz de desplegar ante los burócratas de la UE. Como no podía ser de otra manera, la factura será sufragada por los anónimos contribuyentes europeos para no perder la "buena" costumbre de socializar las pérdidas.

Al margen de la intervención gubernamental, los empresarios tendrán que buscar soluciones de mercado. Si el levantamiento de la prohibición fuera previsible a corto plazo se podría vender el excedente a un intermediario situado en un país no afectado por el veto -como Suiza o Marruecos- y exportarlo desee allí a Rusia, sin tener por ello que alterar el transporte terrestre de la mercancía. Es patente que esta solución encarece el producto pero evitaría la siempre costosa reestructuración del mercado para adaptarlo a la nueva situación intervenida.

Mientras los burócratas deciden en Bruselas los productos perecederos merman rápidamente y los empresarios deben actuar. Pueden optar por la extensión de mercado, es decir, vender donde antes no se vendía. De entrada, sería preciso conservar los alimentos el tiempo necesario para recolocarlos, aún bajo pérdidas, en otros mercados alternativos y salvar lo que se pueda de la quema. Por una parte, hay que buscar proveedores de almacenamiento en frío que dispongan de capacidad, y por otra, encontrar urgentemente nuevos clientes. Los especuladores -cuya esencial función niveladora del mercado nunca ha sido entendida- son los más capacitados para resolver ambos problemas. Sus comisiones serán altas pero aún así rentables pues mitigan las pérdidas de los productores y evitan la caída generalizada de los precios en el resto de mercados.


Otra solución es la penetración de mercado, es decir, vender más cantidad de producto en los mercados ya existentes (excepto Rusia). Esta mayor oferta iría acompañada de un descenso de los precios de los productos afectados. Al contrario de la solución de "rescate público", donde los consumidores son expropiados (impuestos) para pagar una mercancía destruida (y no consumida), esta alternativa beneficia a los consumidores europeos pues pagarán menos dinero por los mismos productos o podrán consumir más cantidad de producto con el mismo presupuesto. A los consumidores rusos les sucederá lo contrario: menos oferta incrementará los precios y reducirá su nivel de vida.

¿Qué sucederá con los productores europeos afectados? Algunos verán reducido su beneficio, otros soportarán pérdidas y los productores marginales irán a la quiebra. Para políticos y macroeconomistas en la nómina del estado esas desgracias son meras estadísticas, bajas colaterales de la política internacional que siempre pueden ser repuestas mediante las keynesianas "políticas públicas"; es decir, los males del intervencionismo se arreglarán con nuevas intervenciones de política económica.

Pero al mal tiempo buena cara. Mariano Rajoy no ha tenido empacho en declarar que el veto ruso será "un estímulo y un acicate" para los productores españoles; mutatis mutandis, deberíamos estar agradecidos al ministro Montoro por expoliarnos cada día más y darnos la oportunidad de asumir el "ilusionante" reto de administrarnos mejor.

Si esta guerra comercial se prolonga en el tiempo, el mercado deberá ajustarse a la nueva coyuntura intervenida. La economía de los países afectados será un poco más autárquica que antes y como argumentaba Mises (Acción Humana, 2011: 878) : "la producción se desplazará de las zonas donde la productividad por unidad de inversión es mayor (UE) a otros lugares (Rusia) donde la rentabilidad es menor". La quiebra de algunas empresas en Europa se compensará con la aparición de otras nuevas en Rusia pero la producción total será menor que antes de la prohibición. El resultado final será un descenso del nivel de vida de los consumidores europeos y rusos.

miércoles, 6 de agosto de 2014

Bajar los impuestos (2ª parte)


El pasado mes de julio publiqué un artículo apoyando la iniciativa de la Alianza de Vecinos de Canarias. Esta agrupación, integrada por 550 asociaciones de vecinos de todas las islas, viene reclamando en todos los ámbitos institucionales una reducción de 50% en el IRPF para las rentas del trabajo inferiores a 3.000 €/mes. A petición de su presidente, Abel Román Hamid Alba, publico esta segunda parte donde intentaré justificar por qué es preciso bajar los impuestos.

El primero y más sólido de los argumentos es de orden ético: todo impuesto es una expropiación forzosa de la riqueza legítimamente poseída por la persona; es decir, el impuesto es un acto de violencia institucional contra el individuo y es un deber respetar de forma irrestricta la propiedad ajena. Todo impuesto es confiscatorio y es una desgracia, una grave omisión jurídica, que la Constitución de 1978 no haya puesto límites a la acción depredadora de los políticos.

En segundo lugar, los impuestos empobrecen a los ciudadanos mermando su renta disponible sin que por ello obtengan servicios públicos equivalentes. Es posible medir el monto total de lo expropiado pero no hay forma humana de cuantificar económicamente los servicios públicos que nos entrega el Estado. No existe cálculo económico alguno que nos permita saber el retorno de las intervenciones públicas. La experiencia y la lógica nos confirma que el dinero público "como no es de nadie" -decía Carmen Calvo- se gasta ineficientemente según criterios políticos y no en pos de un siempre difuso y maleable "interés general". En particular, es alarmante la capacidad creativa de las autoridades para idear nuevos e imaginativos impuestos. No sólo pagamos nuevos impuestos sino mayores incrementos de los ya existentes. Esta presión fiscal no ha hecho sino agravar aún más la ya maltrecha situación económica de las familias. Llueve sobre mojado.

John C. Calhoun (1782-1850)
En tercer lugar, a medida que el impuesto aumenta, en la economía se producen menos bienes y servicios. El mérito y la productividad de empresas e individuos resultan penalizados pues nadie sensato estará dispuesto a aumentar su rendimiento a sabiendas que otros "administrarán" el fruto obtenido. Al contrario, la política de subsidios fomenta la aparición de "buscadores de rentas": organizaciones, lobbies e individuos especializados en hacer que las autoridades les otorguen el dinero (o los servicios) expropiado previamente a las masas no organizadas. Como decía John C. Calhoun, se produce en la sociedad la aparición de dos nuevas clases sociales: los proveedores y los consumidores netos de impuestos. El resultado es que habrá menos personas esforzándose en trabajar y más personas eludiendo el esfuerzo en espera de obtener ayudas gubernamentales. El impuesto destruye el mérito y fomenta la injusticia y el parasitismo social.

Por último, la presión fiscal es directamente proporcional a la economía sumergida. Muchas personas con bajos ingresos se ven abocadas a la ilegalidad como única forma de subsistencia. Otras, con más dinero, información y conciencia del expolio a que están siendo sometidas, emplearán todos los medios -legales o ilegales- a su alcance para defenderse del saqueo gubernamental. Llegados a este punto, soslayar la legislación -sucedáneo moderno de la Ley- se convierte en un acto cotidiano. Las empresas imputan el riesgo de ser sancionadas como un coste empresarial más al que se debe hacer frente. Desaparece cualquier atisbo de culpa. Aquellos que eluden el impuesto llegan a disfrutar de la íntima satisfacción de estar engañando al fisco. Se inicia un proceso de descomposición social.

Ninguna sociedad puede sostenerse durante mucho tiempo vulnerando el más elemental principio del derecho: el respeto de la propiedad privada. Ninguna mayoría democrática puede legitimar al gobernante para expropiar sin límites al individuo porque nadie queda facultado para decidir sobre lo que no le pertenece. En conclusión, bajar los impuestos no sólo es un imperativo moral, es una condición sine qua non para el mantenimiento de la justicia y el orden social.