lunes, 7 de agosto de 2017

Contra la «soberanía energética»


«Soberanía energética» es una expresión utilizada frecuentemente por ecologistas y nacionalistas cuyo significado real es alcanzar la «autosuficiencia» energética de un determinado territorio. Mediante el uso extensivo de las energías renovables, por ejemplo, una isla podría llegar a prescindir completamente de las importaciones de combustibles fósiles (carbón, petróleo y gas) para ser energéticamente «independiente» del exterior. Análogamente, la «soberanía alimentaria» significa producir los alimentos localmente y evitar las importaciones. Quienes pretenden la independencia económica del exterior se indignan cuando los consumidores eligen productos foráneos en lugar de nacionales. Hoy intentaré poner de manifiesto lo absurdo y peligroso que resultan este tipo de ideas.

Juan Bodino
En primer lugar, debemos aclarar que soberanía y autarquía son cosas distintas. «Soberanía» es un concepto político, según Juan Bodino (1576) es «el poder absoluto y perpetuo de una república». Decimos que un Estado es soberano cuando sus gobernantes, legisladores y jueces son la más alta instancia que ejerce poder sobre sus residentes. No hay poder superior al soberano. Cualquier proyecto secesionista reside en el afán de sus élites políticas de ser soberanas, es decir, de convertirse en la última instancia de poder en un territorio. La soberanía no emana del pueblo ni de una constitución sino de la fuerza física que tiene el gobernante a su disposición; siguiendo con Bodino: «La fuerza y la violencia han dado principio y origen a las repúblicas». 
Vehículos eléctricos «Autarquía»

La «autosuficiencia» económica es un viejo sistema llamado «autarquía». Quienes ejercen el poder soberano de una nación pueden eventualmente embarcarse en un proyecto de autarquía económica. Entre 1940 y 1945, el gobierno español decretó la restricción en el uso de carburantes líquidos y nació la empresa Vehículos Eléctricos Autarquía, S.A. (vaya nombre), con sede en calle Aragón núm. 308 de Barcelona, cuya finalidad era producir vehículos de tracción eléctrica y reemplazar, en lo posible, a los dotados de motor de explosión. Los españoles sufrieron, entre 1939 y 1959, muchas penurias a causa de la autarquía del régimen franquista. La autarquía es ruinosa precisamente porque la riqueza proviene de lo contrario: de la división internacional del trabajo y el comercio exterior. La autarquía supone necesariamente la vuelta a la tribu y no es casualidad que todas ellas sean «energéticamente soberanas». Por suerte, los insensatos que persiguen la (mal llamada) «soberanía energética» no tienen el poder suficiente para imponer a los demás sus absurdos planes.

Sin que medie un bloqueo económico total desde el exterior, cosa muy improbable, existen dos formas de conseguir la autarquía; la primera es cerrar a cal y canto las fronteras, mediante decreto, y disponer de un sistema represor tan eficaz que la medida surta efecto; esto es propio de gobiernos totalitarios. La segunda, es intervenir la economía, es decir, joder parcialmente a consumidores y empresas con trabas al comercio y medidas proteccionistas: aranceles, cuotas, tarifas, regulaciones, subvenciones, aduanas, arbitrios y demás canalladas que perpetran los gobernantes de países social-demócratas. Esta intervención beneficia a ciertas personas y grupos a expensas del «bien común» que podemos identificar con el interés de todos los consumidores.

Alarmante es la noticia (26 de julio) de que el Cabildo de La Palma se ha adherido a un proyecto de autarquía energética denominado «Manifiesto del Electrón», en él se describe un «Nuevo Modelo Energético» que (supuestamente) convertirá la isla bonita en un «paraíso» 100% sostenible. Nada de petróleo y gas. La isla debe ser autosuficiente con sus propias fuentes renovables: hidroeléctrica, termosolar, eólica, hidrógeno y geotérmica. Los políticos palmeros «apuestan» por ir un paso más allá que los herreños y pretenden que incluso el transporte interior sea 100% ecológico. Y cuando dicen «apostamos por…» significa que se hará por cojones mediante la violencia legislativa. La «soberanía energética» sólo puede alcanzarse violando la soberanía del individuo que ya no es libre para elegir lo que compra o deja de comprar. Sin libertad comercial las personas pierden su dignidad, son parias o meros súbditos de quienes pretenden «ordenar» la sociedad.

Todos estos nuevos «modelos» de ingeniería social, al igual que sucedió con el comunismo, están abocados al fracaso porque son profundamente inmorales. Los modernos talibanes «nazional-ecologistas», deben alcanzar sus fines agrediendo y empobreciendo a los consumidores, previa manipulación informativa. Sirva de ejemplo el fraude monumental de convertir al Hierro en una isla 100% sostenible. El proyecto de Gorona del Viento ha costado 100 millones de euros, lo que equivale a 10.000€ por cada habitante. La nueva energía hidroeólica resulta cuatro veces más cara que la producida en la «sucia» central térmica (diesel), que, por cierto, no puede cerrarse porque es imprescindible para evitar un cero energético en la isla. Nadie en su sano juicio, actuando libremente y bien informado, pagaría de su bolsillo semejante suma por un logro medioambiental tan magro. El coste desorbitado de estos y otros proyectos, mal llamados «inversión pública», es una ruina para los españoles que ven reducido su nivel de vida con impuestos confiscatorios (valga la redundancia).

En definitiva, lo que se pretende con la «soberanía energética» es la autosuficiencia o autarquía energética, objetivo que supone interferir el libre comercio y, en consecuencia, reducir el nivel de vida de la población. Es muy posible que, en el futuro, cuando las tecnologías de producción y almacenamiento de energía se abaraten, muchos hogares produzcan, almacenen y consuman su propia energía, pero ello llegará en su momento a través de los procesos de mercado. Si los gobiernos, en lugar manipular y oligopolizar el mercado eléctrico, permitieran la libre competencia del sector los legítimos fines medioambientales podrían alcanzarse más rápidamente y sin coacción. Pero los políticos autonómicos e insulares, en lugar de promover la libre competencia en el mercado energético, reproducen los mismos errores que sus colegas del gobierno central.