martes, 14 de julio de 2015

Contra la intervención turística

Playa de Nogales (La Palma)
Playa de Nogales (La Palma)
Ya en otros artículos he denunciado que el intervencionismo económico, es decir, forzar mediante leyes y mandatos a los consumidores y empresarios para que hagan algo que no desean, no solo es innecesario, sino que produce efectos nocivos en el mercado. Toda intervención restringe o prohíbe los deseos de los consumidores, su libertad para comerciar y, sobre todo, siempre significa una agresión a la propiedad privada. Intervenir en el turismo es el deporte favorito de muchos gobernantes: quieren restringir la libertad horaria en el comercio, prohibir «temporalmente» (moratoria) la construcción de hoteles, imponer un determinado menú en los establecimientos, cobrar una tasa por cada pernoctación o por cada café que ingieran, etc. Canarias es cuna de insignes políticos intervencionistas (valga la redundancia). Aquí se impone a las compañías aéreas unas determinadas rutas, frecuencias y plazas en cada vuelo. En su parlamento, templo de la ciencia económica, los diputados del PSOE han pretendido recientemente —como vulgares matones— fijar plantillas mínimas en los hoteles para «incrementar» la contratación de personal. Pretenden eliminar el paro a base de hostias, al más puro estilo soviético. Según Gloria Gutiérrez, defensora de esta insólita moción, en el sector turístico canario faltan 42.000 empleos que deben ser cubiertos según cálculos del visionario órgano de planificación central. Todavía no sabemos como la pitonisa Gloria pudo llegar a la mágica cifra anterior: ¿intuición femenina?

Un curioso argumento utilizado para denostar el turismo es que los consumidores compran un paquete completo en su lugar de origen y el dinero se queda allí. No es fácil apreciar que todo lo que consume un turista extranjero en España es equivalente a la exportación. Si los productores de frutas y hortalizas vieran incrementados sus pedidos a nadie se le ocurriría impedir la plantación de nuevos árboles y plantas. Exportar naranjas a Alemania nos parece fabuloso, pero idéntico resultado se obtiene cuando las naranjas van desde Valencia a Palma de Mallorca para ser consumidas allí por los turistas alemanes. Es una contradicción que nos parezca bien incrementar las exportaciones de productos y al mismo tiempo veamos como una amenaza el aumento de visitantes que consumen esos mismos productos. Restringir la producción de un servicio demandado por los consumidores, como es el turismo, es una práctica antieconómica que no se sostiene.

Un segundo argumento es que los turistas «consumen» servicios públicos (carreteras, alumbrado, limpieza, infraestructuras, policía, sanidad, etc.) que no pagan. Lo cierto es que los turistas, directa o indirectamente, lo mantienen todo. Los turistas pagan IVA en cada consumo que realizan, los turistas pagan proporcionalmente más impuestos que los residentes porque consumen en pocos días una mayor cantidad de bienes y además consumen en mayor proporción productos sujetos a impuestos especiales como las bebidas alcohólicas o la gasolina. Los turistas tienen seguros médicos y pagan la sanidad que, en su caso, reciben. Cada turista que pernocta paga indirectamente el IBI y las tasas de basura del establecimiento que lo aloja. Los turistas mantienen empresas, salarios y servicios públicos en igual o mayor cuantía que un residente permanente. Lo que no se dice es que los turistas frecuentemente son víctimas de pequeños hurtos y sisas (comercios, bares, taxis) y que no reciben la protección policial adecuada.

El tercer argumento es de tipo medioambiental. Por lo visto, las islas son ecosistemas «frágiles» y deben ser protegidas de una plaga bíblica llamada turismo que devora el territorio y consume demasiada agua. Por lo visto, los hoteles y apartamentos «comen» tierra como si fueran míticos trols. Todo esto carece de sentido.

En cuarto lugar, también hay quienes pretenden prohibir el sistema «todo incluido» porque, según parece, los turistas no salen del hotel y consumen menos de lo «debido». ¿En qué quedamos? ¿consumen demasiado o no consumen lo suficiente? Si los turistas prefieren beber y comer dentro del hotel, ¿qué hay de malo en ello? Si así ahorran dinero demuestran un comportamiento económico impecable. Tal vez prefieran gastar lo ahorrado en viajar más frecuentemente o en alargar sus estancias. Los dueños de bares, restaurantes o taxis no tienen derecho alguno sobre el dinero de los visitantes y en lugar de pedir favores a los políticos deberían adaptar la oferta a sus cambiantes gustos.

Es cierto que en algunas localidades —Magaluf, Gandía, Lloret de Mar, Benidorm— grupos de turistas causan desórdenes, se tiran de los balcones a la piscina e impiden el descanso de los vecinos. Estos hechos son minoritarios en un país que recibe anualmente 65 millones de turistas. Si España es un país que (supuestamente) atrae a los folloneros será debido a nuestros fallos institucionales; mejoremos pues nuestros sistemas legal, judicial y policial. 

Pero todo lo anterior es tan sólo la aparente justificación de los verdaderos fines del intervencionismo: la confiscación y la imposición. Así, porque el gobierno considera que vienen «demasiados» visitantes, impone una tasa turística y prohibe la construcción de nuevos hoteles (moratoria). La alcaldesa Ada Colau acaba de paralizar la construcción de 48 nuevos hoteles en Barcelona y ya veremos qué significa para Manuela Carmena «relanzar» el turismo en Madrid. Nada bueno podemos esperar de estos enemigos de la libertad y la propiedad.

Henry Thoreau
Sin embargo, como decía Henry Thoreau, el mercado tiene la elasticidad del caucho y siempre encuentra maneras de soslayar la intervención violencia sobre el mercado. Empresas como Airbnb, Uber o Blablacar, que funcionan a través de Internet, han facilitado nuevos servicios turísticos «persona a persona» que operan al margen de la regulación gubernamental. Cualquier propietario oferta sus habitaciones, casas o medios de transporte disponibles para satisfacer la demanda de los consumidores. Y aquí, una vez más, aparecen los políticos matones: sanciones para todos aquellos particulares que osen comerciar sin pasar por caja. Estamos ante un nuevo episodio de la eterna lucha entre la libertad y la coacción; entre el mantenimiento de la propiedad privada y la confiscación.

sábado, 4 de julio de 2015

Sobre el individualismo metodológico

Imagínese que usted necesita con urgencia un trasplante de riñón, si esto no ocurre pronto su vida corre peligro. Usted recibe una noticia agridulce: una persona ha fallecido en accidente de tráfico y sus familiares han consentido la donación de sus órganos. Usted es trasplantado con éxito y puede seguir viviendo con normalidad. Su gratitud es inmensa y, tal vez, desearía conocer a esas personas que le han salvado la vida. Usted sabe muy bien que ese riñón no procedía de un ente abstracto llamado “sociedad”, sino de un individuo singular, alguien con nombre y apellidos. El individualismo metodológico consiste en analizar cualquier fenómeno teniendo en cuenta que toda acción humana es realizada por un individuo, sólo o en conjunción con otros individuos. Lo contrario es el colectivismo metodológico, es decir, atribuir las realizaciones humanas a entes colectivos o agregados de individuos tales como pueblo, ciudad, nación, gobierno, estado, etc. Un colectivista metodológico diría: “la nación A declara la guerra a la nación B”, un individualista metodológico diría: “el jefe del estado A declara la guerra al jefe del estado B”. Usar un método u otro tiene importantes consecuencias para interpretar la realidad.

Imagine ahora que usted tiene un hijo de 18 años -Luis- que obtiene una beca de estudios del gobierno, el dinero de esa ayuda proviene de los presupuestos generales del estado que a su vez proviene de cientos de tributos distintos pagados por millones de contribuyentes. En este caso, por decirlo de alguna manera, parece que es la “sociedad” quien paga la beca de Luis. Sin embargo, sólo los individuos (las empresas la forman individuos) pueden pagar impuestos. Desde el punto de vista económico, la diferencia entre un riñón y una beca es que el primero es un bien único, indisociable de su propietario, mientras que la beca -mejor dicho, su equivalente en dinero- es un bien fungible que se puede mezclar. El dinero, el trigo o el aceite son bienes fungibles. Estos productos pueden mezclarse sin que sea posible identificar a quien pertenece cada porción de materia. La fungibilidad del dinero hace posible la redistribución de la riqueza ocultando la conexión entre el “benefactor” y el beneficiado. El erario se parece a un gran silo, por la parte superior entra el dinero procedente de la recaudación fiscal y por la parte inferior sale el dinero destinado al gasto público.

Pero sigamos imaginando y apliquemos el individualismo metodológico al caso de la beca. Recuerde, usted es el padre de Luis. Los 2.000€ de la beca de su hijo provienen del IRPF confiscado al ciudadano Pedro López, 43 años, natural de Madrid, de profesión taxista. En la carta de concesión de la ayuda, el “Director General de Becas” comunica que gracias a la “generosidad” de D. Pedro López (se adjunta teléfono y correo-e) su hijo Luis puede ir este año a la universidad. ¿Qué haría usted? ¿Llamaría a D. Pedro López para darle las gracias? ¿O tal vez prefiera no hacerlo?. Quizá la reacción del “donante” no sea muy amistosa. O tal vez suponga usted que ese tal Pedro López tan sólo cumple con su deber fiscal y que Hacienda hace otro tanto con su dinero. Tal vez usted pague, recíprocamente, la beca del hijo del taxista, ¿quién sabe? El administrador del silo -el gobierno- tiene un gran interés en que la gente piense que "todos pagamos lo de todos". A río revuelto, ganancia de pescadores. Los impuestos donde existe una nítida participación individual -conscripción, jurado o servicios electorales- suelen ser impopulares y los afectados procuran evadirlos. 

Veamos ahora qué sucedería si empleáramos el individualismo metodológico. Imagine que para todo político o empleado público, en el reverso de la nómina, se reflejara la identidad de las personas que han debido ser confiscadas para satisfacer pingües sueldos y suculentas comisiones, incluidas las cantidades que paga cada contribuyente. Imagine también que cuando se disfruta de guardería gratis, educación gratis o sanidad gratis se recibiera una factura con el precio del servicio (esto ya se ha hecho) y el nombre de los contribuyentes fiscales que deben pagarla. Por último, imagine que el recientemente nombrado alcalde o concejal, tras haberse subido el sueldo en el primer pleno celebrado, tuviera que enviar una carta personal a 100 contribuyentes -los paganinis de la subida- explicándoles que cada uno pagará 500€ más cada año en impuestos para sufragar el aumento de "dignidad" de la excelentísima corporación. Si hiciéramos lo anterior es muy probable que viésemos las cosas de otra manera. Tal vez, al cruzarnos en la calle con el flamante concejal le echáramos en cara que por culpa de su subida salarial este año no podremos reparar el baño de la casa o no podremos arreglarte los dientes a un hijo. Esta conexión sería fatal para quienes viven del presupuesto.

Al contrario que las organizaciones que viven gracias a la confiscación los sistemas voluntarios tienen interés en que donante y receptor se conozcan mutuamente. Es más fácil que alguien decida apadrinar a un niño si poseemos su foto, sus datos e información sobre sus progresos escolares que si los fondos los recibe una asociación o colectivo. Por otro lado, el agradecimiento genuino sólo es posible si se conoce la identidad del donante. El sistema de redistribución de la riqueza -mal llamado estado de bienestar- oculta sistemáticamente la conexión individual entre los proveedores y los consumidores netos de impuestos por varios motivos: a) técnicamente, es más fácil redistribuir la riqueza de la forma en que se hace ahora; b) se puede idear nuevos impuestos y aumentar su cuantía con menor resistencia de los confiscados; c) los consumidores netos de impuestos no tienen que enfrentarse cara a cara con sus proveedores fiscales; evitando así la vergüenza de los primeros y la ira a los segundos; d) el intermediario político -la clase extractiva o parasitaria- puede reservarse para sí una porción considerable del ingreso fiscal; "el que parte y reparte se lleva la mejor parte". e) el intermediario aumenta considerablemente su poder al atribuirse a sí mismo el mérito de asignar el gasto y repartir privilegios. 

En conclusión, el individualismo metodológico pone de relieve la verdadera naturaleza inmoral del impuesto -cualquier impuesto- y de su corolario: la "redistribución" (forzosa) de la riqueza. Por tanto, no es extraño que todos aquellos que viven parasitando del esfuerzo ajeno desplieguen un auténtico arsenal dialéctico de corte colectivista: bien común, interés general, social, público, igualdad, solidaridad, todos, entre todos, colectivo, consenso, estado, sociedad, pueblo, etc. son palabras que delatan frecuentemente a los colectivistas metodológicos. Y tengan cuidado, detrás de cada colectivista siempre se esconde un saqueador.