Oímos con frecuencia a políticos, economistas y sociólogos abogar por tal o cual modelo para organizar la sociedad. Así, se discute sobre los modelos educativo, económico o energético —entre otros— que supuestamente mejorarían la educación, la economía o el medioambiente. Un modelo es un «arquetipo o punto de referencia para imitarlo o reproducirlo». Es decir, algo percibido subjetivamente como bueno para obtener determinados fines. En principio, cualquiera es libre de elegir un modelo e intentar imitarlo. Por ejemplo, los vegetarianos adoptan un modelo de alimentación exclusivamente vegetal porque lo consideran beneficioso para su salud y porque se ajusta a ciertos principios éticos y filosóficos. El problema surge cuando alguien, mediante la fuerza, pretende imponer su modelo a los demás. Imagínese usted un gobernante que prohibiera, bajo amenaza de sanción, el consumo de carne a toda la población. Esto tal vez nos parezca inadmisible y sin embargo los gobernantes nos imponen —de forma coactiva— sus diversos modelos en otras facetas de la vida: nos imponen un modelo de sanidad pública, nos imponen su modelo educativo, pretender «ordenar» el urbanismo, nos imponen un modelo colectivista de reparto de las pensiones, nos imponen la forma de heredar la propiedad, nos imponen un modelo de relaciones laborales, etc. Ninguna faceta de la vida social escapa a la imposición política de determinados modelos. Incluso las relaciones de pareja y de organización familiar están sometidas al modelo dictado por el gobierno. Por ejemplo, la poligamia no es admitida legalmente en los países occidentales y sólo unos pocos países en el mundo respetan los derechos civiles de los homosexuales y transexuales.
Esta práctica de diseño social mediante modelos se denomina «constructivismo». Según Ludwig von Mises (La acción humana, 234): «Existen dos diferentes formas de cooperación social: la cooperación en virtud de contrato y la coordinación voluntaria, y la cooperación en virtud de mando y subordinación, es decir, hegemónica». La primera se produce cuando cada persona es libre de elegir su propio modelo de vida y la segunda cuando una autoridad impone un modelo colectivo mediante el uso de la violencia o bajo amenaza de violencia, es decir, bajo coacción legislativa. La sociedad liberal y la sociedad comunista, respectivamente, son el producto de aplicar uno u otro modelo de cooperación social. La socialdemocracia o socialismo edulcorado que padecemos no es otra cosa que un híbrido entre la libertad y la coacción institucional. En la sociedad hegemónica las élites políticas, apoyadas por sesudos intelectuales, asesores políticos, burócratas y otros adoradores del estado, actúan como ingenieros sociales diseñando e implantando sus modelos a toda la población. Para ello utilizan datos, estadísticas e informes que, adecuadamente presentados por los medios de comunicación al servicio del gobierno, justifican la imposición violenta de sus modelos políticos. Su error consiste en pretender encontrar una medida objetiva y universal de la utilidad cuyo nefasto resultado es la subordinación de la libertad individual a una supuesta e imaginaria verdad objetiva.
La implantación política de modelos tiene también una base psicológica. El gobernante sufre la ilusión de creerse poseedor de la verdad por el mero hecho de haber obtenido una mayoría en las urnas. El político arrogante —valga la redundancia— se cree ungido por los dioses y disfruta del inmenso placer que supone imponer sus designios a los demás. El sistema democrático parece dotarles automáticamente de una superior visión para saber mejor que nadie qué conviene y qué no conviene a la gente. Y como las masas de votantes son incapaces de apreciar por sí mismas la bondad de sus modelos, estos deben ser impuestos a los ciudadanos en forma de mandato; es decir, por cojones. De esta forma, la libertad para que cada individuo o empresa persiga su propio modelo de actuación queda obstruida por el «café para todos» de la basura legislativa que vomitan 18 parlamentos. La democracia, así entendida, se convierte en un sistema de legitimación de prácticas totalitarias.
La implantación de modelos es un acto de agresión a la libertad de las personas y una forma sutil de autoritarismo. Los políticos, auténticos maestros del engaño y la falacia, disfrazan su lenguaje para que sus mandatos no parezcan tales. Ellos profieren expresiones metafóricas como «defendemos» —la defensa siempre es un acto legítimo- o «apostamos»— como si se tratara de una lotería o juego de azar. Pero la libertad no es ningún juego que podamos dejar en manos de sátrapas disfrazados de benévolos defensores del «bien común». Tras cada modelo se esconde una doble violación: primero se viola la libertad del individuo para perseguir sus propios fines de la forma que considere oportuna, y segundo, se viola la propiedad privada. Por ejemplo, el modelo turístico (moratoria turística) de los políticos nacionalistas canarios prohibe, entre otras lindezas, la construcción de hoteles de cuatro estrellas impidiendo que los propietarios de las tierras decidan libremente que uso darles. Y en Cataluña se impone un modelo lingüístico que debe ser obedecido bajo amenaza de sanción. No es casualidad que los gobiernos nacionalistas sean los más proclives a implantar sus modelos porque el nacionalismo es una doctrina esencialmente constructivista y violenta. Así pues, ojo al parche porque detrás de cada modelo que quieren vendernos sólo obtendremos opresión, imposición y pérdida de libertad individual.
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