Escucho con frecuencia en la radio a políticos, periodistas y tertulianos varios hablando sobre qué estrategias son más convenientes para el turismo en Canarias y no puedo sentir otra cosa que una mezcla de tristeza y cólera frente a tanto desatino. No es que yo tenga la solución para que los hoteles se llenen de turistas, ni mucho menos, el problema es que ellos: jerarcas de la política canaria, indigentes intelectuales que jamás han abierto un libro de economía, esos que nunca han pisado la empresa privada, ni llevado un negocio propio y mucho menos dirigido un hotel, pretenden saber mejor que nadie qué conviene a empresarios y turistas. Es difícil encontrar, a la vez, tanta arrogancia e idiocia.
Los empresarios no son infalibles, ni mucho menos, pero si alguien está capacitado y avalado por la experiencia para tomar las mejores decisiones empresariales son ellos. Los políticos deberían de abstenerse de intervenir en la economía y, en este caso, en el turismo. En primer lugar, los hoteles y los terrenos para construir nuevas instalaciones son propiedad privada y, a nadie, excepto a sus propietarios, corresponde decidir sobre ellos. Impedir la construcción de nuevos hoteles y subsidiar la rehabilitación de los viejos es un acto arbitrario e ilegítimo que viola los derechos de propiedad. En el primer caso, se viola la libre disposición de un terreno particular y en el segundo, se beneficia al hotelero subsidiado a expensas del dinero expropiado a los ciudadanos.
Además, en ambos casos, siempre existe la posibilidad de que políticos y funcionarios prevariquen favoreciendo a sus amigos o exijan mordidas a cambio de favores. Recordemos que intervencionismo y corrupción política van siempre de la mano. Por este motivo, entre otros, a los políticos les encanta intervenir y "reparar" las imperfecciones del mercado. Lo que siempre sucede es que la "mano invisible" del mercado se sustituye por la "patada visible" del Gobierno.
Otra intervención perniciosa sería forzar a las entidades bancarias a otorgar créditos preferentes para la rehabilitación de la planta hotelera, es decir, a un interés inferior al que fijara libremente el mercado financiero; o presentar avales públicos en favor de los hoteleros que pidan créditos. De este modo, el mayor riesgo crediticio se traslada artificialmente a los bancos o a los contribuyentes, según cada caso.
No parece, por tanto, extraño que el lobby hotelero (ASHOTEL) se frote las manos y pida "mayor dotación económica para la renovación de la planta hotelera".
Los políticos, no entienden -o no quieren entender- cómo funciona el mercado. No admiten que los turistas, tal vez, prefieran alojarse en hoteles viejos a cambio de un precio menor. Tampoco entienden que los empresarios, que arriesgan su dinero, opten por agotar la propiedad y no invertir si no vislumbran suficientes ganancias futuras. No existe diferencia conceptual alguna entre agotar la vida útil de un hotel y la de otro negocio cualquiera, ¿por qué empeñarse en rehabilitar los hoteles y no los bares, taxis u hospitales? Si alguien decide no pintar su casa o mantener en uso un coche viejo ¿qué problema hay? Subsidiar la renovación de un edificio es igual de nocivo que el plan PIVE: se beneficia a las industrias hotelera y automovilística, respectivamente, a expensas del contribuyente.
Querer diseñar, mediante la coacción legislativa, un "modelo turístico" arbitrario interfiriendo los deseos del mercado es una ensoñación propia de ilusos que sólo perjudica a empresarios, turistas y contribuyentes. Una gran virtud del liberalismo es precisamente tener la humildad de reconocer que la información necesaria para tomar buenas decisiones económicas está dispersa en el mercado y nunca en la mente de unos cuantos políticos iluminados.