Es una idea muy extendida entre los canarios que el hecho de vivir en un archipiélago supone un perjuicio económico. La mayor carestía de la cesta de la compra o los frecuentes viajes en avión que deben realizar los residentes, entre otros factores, se utiliza para reclamar derechos. Los políticos canarios afirman que los residentes deben ser compensados económicamente (se supone que por el resto de españoles y europeos). La igualdad de oportunidades -afirman estos populistas- exige sufragar el coste de la insularidad. Trataré de refutar estos argumentos.
En primer lugar, hablemos de costes económicos. En Canarias, los productos que llegan a las islas se encarecen por el precio del transporte pero el coste de la aduana, el DUE o el monopolio abusivo de Binter es cosa de nuestros amados políticos. Las islas afortunadas tienen el mejor clima del mundo y los canarios no gastan en calefacción, ni en ropa de abrigo y, tal vez, necesitan ingerir una menor cantidad de calorías que los habitantes de Burgos o Teruel; además, en los sitios pequeños se gasta menos en el transporte o la vivienda. Para afirmar que vivir en Canarias es más caro que vivir en la península sería preciso hacer un intrincado balance de costes cuyo resultado es incierto pues el coste de la vida en cada localidad es muy dispar y depende de las circunstancias personales de cada individuo.
Tenemos un tercer problema y es dónde fijar los límites para determinar cómo debe hacerse un trasvase forzoso de dinero entre las gentes de distintos territorios. Los políticos de las islas menores hacen una doble reclamación porque existe una doble insularidad: sus habitantes deben ser también indemnizados por los de Tenerife y Gran Canaria (por eso de «igualar» las oportunidades); y los alcaldes de los pueblos más alejados de la capital o los vecinos de los barrios exteriores hacen lo mismo. Todos afirman tener derechos basados en la lejanía a otros sitios de mayor tamaño y población. Y todos pugnan, como hienas, para ver quien se mama el mayor pedazo de carne de contribuyente.
En cuarto lugar, el argumento de la igualdad de oportunidades es la gran excusa para robar. La igualdad de oportunidades no existe, es un mito, un objetivo imposible; por ejemplo, un joven que vive en Aragón o Madrid tiene más oportunidades de esquiar que un canario o un gaditano, pero estos últimos tienen más oportunidades de hacer surf que los primeros. No hay forma humana de igualar el territorio donde se vive, ni la familia donde uno nace, ni la inteligencia o la belleza naturales ¿acaso los guapos deberían indemnizar a los feos porque los segundos tienen menos oportunidades que los primeros? La igualdad de oportunidades es una ilusión colectivista, un virus utilizado por ladrones y parásitos. Además, resulta curioso que, para reclamar derechos, sistemáticamente nos comparemos con quienes tienen más renta que nosotros ¿y por qué no compararnos con los griegos o marroquíes?
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Además, la política asistencialista con las islas menores no las ayuda en absoluto, al contrario, convierte a sus habitantes en clientes de los políticos quienes venderán empleo público y subsidios a cambio de votos. Vivir mendigando es una trampa mortal que anula la dignidad del hombre y lo condena a un estado permanente de pobreza. Nadie —tampoco los canarios— tiene derecho a reclamar el dinero ajeno ni a parasitar de los demás. Lo único que necesitamos es que nos dejen vivir, producir y comerciar en libertad; necesitamos seguridad jurídica en lugar de arbitrariedades; necesitamos más respeto por la propiedad privada y menos impuestos confiscatorios (valga la redundancia); necesitamos adelgazar el obeso sector público y privatizar o eliminar todas las ruinosas empresas públicas, observatorios y demás antros de corrupción política; en definitiva, necesitamos fortalecer la sociedad civil, despolitizar la sociedad y entender, de una vez por todas, que el poder político constituye la auténtica amenaza a nuestro bienestar y desarrollo.
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