lunes, 12 de octubre de 2015

La ciencia y su presunción de rentabilidad


Reconozco que la radio es mi gran fuente de inspiración. Escucho lo que para mí son falacias económicas y siento un impulso irrefrenable por sentarme a escribir. Hoy hablaré de la ciencia y de su «insuficiente» financiación pública. Periodistas e investigadores se lamentan de que talentosos investigadores españoles deben abandonar su patria porque no tienen oportunidades para investigar en condiciones adecuadas. Los sueldos de los investigadores en España —afirman los tertulianos— son bajos en comparación con los de otros países de la UE. Evidentemente, a cualquiera le gustaría cobrar más. Otra queja es la poca estabilidad laboral.  La continuidad de los proyectos no está garantizada por falta de fondos económicos. Y el argumento principal para reclamar más «inversión» pública en investigación científica es su presunta rentabilidad social. Para ello, aluden a sesudos estudios que afirman que por cada euro invertido en ciencia, la sociedad recupera el doble o triple de la cantidad invertida. Esto es falso. Si fuera cierto, el problema de la pobreza en el mundo quedaría resuelto de un plumazo. Otros informes vinculan gasto en ciencia y creación de empleo. No deja de ser sospechoso que ni un solo estudio de este tipo afirme que el gasto en ciencia haya producido rentabilidades negativas. La causa es evidente: todos esos análisis de rentabilidad son falaces. En el sector público, por mucho que algunos se empeñen, no hay forma racional de medir la rentabilidad económica porque no hay cálculo económico. Solamente la cuenta de resultados de una empresa puede indicarnos si los costes de una línea de investigación se justifican o no. Afirmar que toda investigación per se produce un retorno positivo a la sociedad es tanto como afirmar que la actividad científica es intrínsecamente rentable. La ciencia económica refuta esta tesis.

La investigación científica sufragada públicamente no es una excepción a la norma y presenta las deficiencias propias de cualquier sistema público: a) Incentivos. Son los propios investigadores (sean o no funcionarios) o sus jefes políticos quienes deciden qué investigar. Ellos tienen intereses particulares que no siempre coinciden con los intereses de los contribuyentes, que son quienes pagan sus sueldos. Además, el prestigio que tiene la ciencia es usado instrumentalmente para justificar todo tipo de políticas. Antes de que una ley se promulgue es habitual observar cómo una legión de científicos en nómina de la Administración, como los zapadores, va despeando el terreno de obstáculos. Por ejemplo, si el gobierno quiere prohibir que se fume dentro de los vehículos, asistiremos a una avalancha de estudios «científicos» que estiman en miles los muertos al año por esta causa, la mayoría de ellos niños inocentes. De esta manera, la verdad científica (siempre provisional) es fácilmente pervertida y sustituida por la verdad «oficial» que dicta el gobierno.

b) No existe forma racional de saber si una investigación ha sido o no rentable porque no hay cálculo económico; y tampoco es posible afirmar que la ciencia genera empleo porque no es posible aislar, en el experimento, el resto de variables que actúan. Las ciencias empíricas y las ciencias sociales emplean métodos distintos, y es un error confundir correlación con causalidad. Por tanto, es falaz hablar de «inversión» pública en ciencia cuando de lo que realmente hablamos es de "gasto público" en ciencia. Inversión pública es un oxímoron.

c) La ciencia no es gratis. Todo euro asignado al gasto en investigación ha debido ser previamente confiscado a los ciudadanos, y estos poseen necesidades propias, tal vez más urgentes que la investigación científica. Los defensores del gasto público olvidan el coste de oportunidad, es decir, lo que hubieran podido hacer los contribuyentes con su dinero si no se lo hubieran arrebatado. En el libre mercado son los consumidores quienes determinan, mediante el mecanismo de precios, la producción de la ciencia para atender las necesidades más perentorias de la sociedad.

En conclusión, la ciencia económica refuta la tesis de la rentabilidad garantizada del gasto en ciencia. Reclamar una mayor asignación de dinero público para la investigación científica no se justifica y solo puede obedecer a los intereses de grupo. Algunos investigadores repiten el conocido mantra de sindicalistas y socialistas: «Queremos empleo estable y de calidad». Quieren vivir del dinero confiscado a los demás y eludir la molesta incertidumbre que les ofrece el libre mercado.

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