miércoles, 4 de septiembre de 2024

Votar en conciencia

Esta reflexión tiene su origen en el caso de corrupción del ex-ministro Ábalos, quien, tras ser defenestrado por su partido (PSOE), amenazó con «votar en conciencia». En primer lugar, no hay tal cosa como conciencia colectiva, la conciencia es un atributo exclusivo del individuo; segundo, toda acción humana es deliberada y consciente; en conclusión: siempre se vota en conciencia. Otra cuestión sería elucidar la rectitud o no de la conciencia. Resumiendo, todo diputado vota siempre en conciencia. Cuando «sus señorías» recogen el acta de parlamentario aceptan consciente y voluntariamente formar parte de un sistema jerárquico basado en la disciplina de voto. En caso de desobediencia, todos los partidos políticos, en menor o mayor medida, contemplan estatutariamente sanciones internas, pudiendo llegar a la expulsión del partido y, por tanto, del grupo parlamentario.

El diputado, actuando en completa libertad, subordina su autonomía intelectual y moral al superior juicio de su jefe de filas. Esta renuncia es un acto moral: «Toda acción humana es intrínsecamente moral, está referida al orden moral» (Ayuso, 2015). La decisión final del sentido del voto, en cada caso, es tomada por el líder del partido de forma autocrática u oligárquica: previa deliberación con miembros que integran el ápice organizacional. El sociólogo alemán Robert Michels (2003) enunció, en 1911, la «ley de hierro de las oligarquías»: todos los partidos políticos y, en general, todas las organizaciones; son dirigidas por una camarilla de personas.


La disciplina de voto¹ exige necesariamente la corrupción moral del diputado, que renuncia implícitamente a su autonomía intelectual. El diputado nunca vota en contra de su conciencia porque rinde «conscientemente» su propio juicio al de un tercero. El corolario de la disciplina de voto es que el diputado, en ningún sentido, representa al «pueblo»; sino a su jefe de partido, al que debe obediencia y sumisión. El sistema democrático está plagado en mitos y falacias.

Quienes se extrañan que los políticos voten dócilmente cualquier barbaridad contraria al sentido común, a la ética o al derecho, no entienden la naturaleza de la política. O como decía el insigne politólogo Antonio García-Trevijano: «quien se indigna es un ignorante». Para ser político (con rarísimas excepciones) es preciso carecer de moralidad y abrazar la máxima maquiavélica: «el fin justifica los medios». La política ha sido y sigue siendo una profesión indecente. Únicamente el diputado recupera la dignidad (si alguna vez la tuvo) cuando rompe el vínculo mafioso con su partido y pasa al grupo mixto o, en el mejor de los casos, abandona la política.

(1) También se extiende a las opiniones, asistencias o ausencias de eventos, etc.

Bibliografía
Ayuso, M. (2015). «El Estado como sujeto inmoral». [Video file]. Recuperado de < https://www.youtube.com/watch?v=jveRVlgyAlI >.
Michels, R. (2003). Los Partidos Políticos II. Buenos Aires: Amorrortu.

domingo, 21 de julio de 2024

Dani Carvajal y Sánchez


El pasado 15 de julio, durante la recepción que se ofreció en Moncloa a la selección española de fútbol (campeona de la Eurocopa), el defensa Dani Carvajal estrechó la mano del presidente Sánchez sin mirarle a la cara. Unos, han visto el gesto como un desaire o falta de educación por parte del futbolista. Otros, lo entienden como justo castigo al sátrapa que nos gobierna. Las celebraciones de este éxito deportivo iban de perlas hasta que se deslizó al ámbito político, donde la discordia está garantizada. Analicemos la polémica.

En primer lugar, deberíamos preguntarnos por qué motivo, cuando alguien —deportista, escritor, artista, empresario, científico, etc.— realiza un logro notable y adquiere una gran popularidad, las autoridades civiles —reyes, presidentes, alcaldes— organizan una recepción a bombo y platillo. Hemos visto a estos oportunistas enfundándose camisetas y guantes de boxeo o alzando trofeos como si ellos mismos lo hubieran ganado. Particularmente, la escena me resulta bochornosa: por un lado, los políticos utilizan a los premiados para su promoción política y mediática, es decir, «hacerse la foto»; por otro, los «héroes» deportivos parecen estar encantados con las autoridades y se prestan gustosos a este tipo de juegos. 

En segundo lugar, veamos por qué se produce el desaire de Dani Carvajal y la consiguiente polémica. Cuando el premiado es un individuo, el prestarse o no a este paripé depende de su simpatía o antipatía con el político invitante. La única polémica, de darse, se produciría cuando el premiado rechazara la invitación a la recepción, pero siempre hay excusas piadosas. Cuando se trata de un equipo, la cosa cambia: todos sus componentes se ven obligados, quiéranlo o no, a participar y estrechar la mano la autoridad. Este parece ser el caso de Dani Carvajal, que mostró su desafecto al presidente retirándole la mirada.



Mutatis mutandi, aparece una incomodidad similar cuando la tradición dicta la visita del equipo al patrón religioso de la localidad. Eventualmente, los deportistas ateos, evangélicos, judíos, musulmanes o indiferentes con la religión se ven obligados a participar en un acto católico. Creo que ambas visitas —institucional y religiosa— podría realizarse igualmente con una reducida comisión formada por voluntarios. De esta forma, se compatibiliza la tradición con el respeto a las creencias políticas y religiosas, evitando situaciones incómodas. Esta fue la solución adoptada en las Fuerzas Armadas, en 1989, cuando la misa oficiada en determinados actos solemnes (Jura de Bandera) pasó a ser voluntaria, oficiándose inmediatamente antes del acto castrense.

martes, 13 de junio de 2023

¿Es lícito discriminar a los gordos?


Existen factores genéticos, psicológicos y ambientales que influyen en el peso corporal. La obesidad es un problema de salud con implicaciones psicológicas, económicas, laborales, sociales y jurídicas. Exceptuando los casos patológicos, podemos afirmar que cada uno pesa lo que quiere o, si lo prefieren, que cada cual se conforma con su peso. Defender lo contrario sería negar el libre albedrío, suponer que el obeso carece de voluntad o que es «esclavo» de la comida. En definitiva, el peso corporal es una preferencia personal y una manifestación de la libertad individual.

¿Es lícito discriminar a los gordos? La respuesta mayoritaria es negativa. Los defensores de la inclusión sostienen que discriminar a alguien por su peso y apariencia física es injusto, que viola sus derechos fundamentales y que podría perjudicar su salud mental. Hoy intentaremos demostrar que la discriminación, sea por obesidad o por cualquier otra circunstancia, congénita o adquirida, es legítima en todos los ámbitos: personal, laboral, económico, social, jurídico y sanitario.

a) Personal. Cada individuo manifiesta sus preferencias aceptando ciertas compañías y rechazando otras. Por ejemplo, para buscar pareja las mujeres valoran ciertos rasgos masculinos: nivel socio-económico, inteligencia, estatura, etc.; los hombres, por su parte, valoran en mayor medida los rasgos estéticos. Por este motivo, las gordas tienen más dificultad que los gordos para encontrar pareja. Esto podría explicar por qué son ellas mayoritariamente las que combaten un nuevo fantasma woke: la «gordofobia». Todos preferimos un cuerpo esbelto y atlético a otro obeso y deforme, pero se nos dice que «deberíamos» ver a los gordos como si no lo fueran. Decía Murray Rothbard que el igualitarismo es una rebelión contra la naturaleza. Es cierto que todas las personas deben ser tratadas con respeto, pero esto no cercena el derecho de exclusión que tenemos y ejercemos sobre terceros. La legítima discriminación es un hecho cotidiano, lo vemos, por ejemplo, cuando un vegano no desea compartir mesa con un carnívoro, cuando un jugador de pádel no desea competir con mujeres o cuando una mujer excluye al ginecólogo varón. «La acción, por tanto, implica, siempre y a la vez, preferir y renunciar» (Mises, 2011: 17).

b) Laboral. La discriminación laboral se produce principalmente por razones funcionales. El obeso está incapacitado o tiene dificultades para ejercer ciertas profesiones que requieren destrezas físicas. En ciertos sectores —industria, construcción, hostelería, minería, pesca, agricultura— el sobrepeso reduce la productividad del trabajador por lo que sería justo pagarle menos, pero si la legislación prohibe discriminarlo, el gordo será preterido a otros candidatos y tendrá dificultad para obtener un empleo. Las empresas, como es lógico, aducirán otros motivos para la exclusión. Una segunda discriminación es estética: aquellos con buen físico, ceteris paribus, son preferidos a los obesos. Entre los primeros, algunos son recompensados por el azar congénito (belleza, armonía corporal) y muchos por el esfuerzo y los costes que requiere mantener un buen estado físico: disciplina, dieta, ejercicio, contratación de servicios estéticos, etc.

c) Económico. Primero, el sobrepeso ocasiona mayores costes a las empresas. Por ejemplo, si los pasajeros de avión pagan por exceso de equipaje, también el peso corporal debería ser tenido en cuenta para fijar el precio del billete. Segundo, el mayor volumen corporal causa molestias a otros clientes. Actualmente, cuando alguien no cabe en un asiento la cuestión se resuelve viajando en clase preferente o pagando dos plazas. La solución sería discriminar: ofrecer asientos de diferente tamaño y precio en aerolíneas, trenes, autobuses, cines, teatros, etc. Tercero, los costes derivados de la menor movilidad de los obsesos se colectivizan con el uso de escaleras mecánicas y ascensores, pero otros servicios personales —silla de ruedas— «gratis» suponen una externalidad para el resto de clientes. Cuarto, las empresas textiles fabrican prendas con las tallas más comerciales y aquellos —gordos, flacos, altos, bajos— cuya biometría se sitúa fuera de los márgenes deben hacerse las prendas a medida. No es lícito obligar a las empresas a cubrir las específicas necesidades y deseos de nadie, por otro lado, tampoco es necesario porque el mercado tiende de forma natural a satisfacerlas: clínicas de adelgazamiento, seguros médicos para obesos, dietistas, fármacos, alimentos bajos en calorías, tallas grandes, etc. No es el inclusivismo sensiblero, sino el capitalismo, el mejor amigo de los gordos.

d) Social. Algunos perciben a los gordos como perezosos, descuidados o irresponsables porque no están dispuestos a modificar hábitos, soportar privaciones (dieta) y realizar esfuerzos físicos (ejercicio). Este prejuicio contiene una verdad: la obesidad está correlacionada con un menor nivel educativo, económico y social. Los progres, muy proclives a la victimización de sus patrocinados, llaman a esto «gordofobia». Una fobia es un «temor fuerte e irracional», pero a los gordos, en su caso, no se les discrimina por miedo, sino por motivos funcionales, estéticos o simplemente por prejuicio.
e) Jurídico. La legislación española prohíbe «cualquier discriminación directa o indirecta por razón de sobrepeso u obesidad»;¹ no obstante, el propio Estado excluye de la función pública a quien sobrepase un determinado índice de masa corporal (IMC). La discriminación indirecta se produce cuando el peso del candidato le impide superar las pruebas físicas de acceso a ciertos cuerpos: militares, policías, bomberos, prisiones, etc. Paradójicamente, a las empresas no se les permite discriminar por razones objetivas —funcionalidad— o subjetivas —imagen— debiendo actuar de forma sibilina para evitar pleitos.

f) Sanitario. La obesidad no es una condición preexistente, en consecuencia, los seguros de salud pueden legítimamente exigir primas más altas en función del IMC. Los gordos pagan más porque presentan un mayor riesgo actuarial, no porque las aseguradoras sufran «gordofobia».

Conclusión. La discriminación por obesidad o por cualquier otra causa, congénita o adquirida, es legítima y deriva de los principios de libertad y propiedad. La exigencia de no ser discriminado por obeso es un pseudoderecho, un privilegio que lesiona el legítimo derecho de exclusión. Toda persona es libre para estar obesa, pero no es libre de sustraerse a sus consecuencias: de igual modo que no puede evitar ciertas patologías —diabetes, hipertensión—, tampoco puede evitar la sanción económica, laboral y social derivada de su condición. La discriminación no solo es justa, además tiene ventajas: permite al mercado satisfacer las necesidades de los gordos y, sobre todo, internaliza los costes de la obesidad responsabilizando a las personas del cuidado de su cuerpo.

¹ Ley 17/2011, de 5 de julio, de seguridad alimentaria y nutrición. Art. 37

Bibliografía.
Mises, L. (2011). La acción humana. Madrid: Unión Editorial.
Rothbard, M. (2000). El igualitarismo como rebelión contra la naturaleza y otros ensayos. Alabama: Ludwig von Mises Institute.

miércoles, 17 de mayo de 2023

Sobre la abstención electoral


El próximo 28 de mayo se celebran en España elecciones municipales y autonómicas.¹ Hoy reflexionaremos sobre la abstención electoral: juridicidad, críticas que recibe, causas y utilidad. Primero, desde el punto de vista jurídico y en términos generales cualquier tipo de abstención es un derecho subsumido, es decir, forma parte de otro.² Por ejemplo, el derecho a deambular incluye el derecho a quedarse en casa, el derecho a contraer matrimonio incluye el derecho a permanecer soltero, el pacifista tiene derecho a no defenderse, el acreedor tiene derecho a no cobrar (condonar) la deuda y el derecho a votar incluye el derecho a no votar.


Esta verdad tan evidente es retorcida y manipulada cuando se afirma que algo —trabajo, defensa nacional, sufragio, ser miembro de un jurado popular— sea, a la vez, derecho y deber. Según García-Trevijano se trata de una imposibilidad jurídica. Si votar es un derecho, no puede ser un deber, y si fuera deber, dejaría de ser derecho. Pero si la abstención electoral es legítima, ¿por qué motivo se la critica? La razón más plausible es que deslegitima al Estado. Todo poder reside, en última instancia, en la aceptación o anuencia de los gobernados. La legitimidad del poder político en una democracia se manifiesta (principalmente) en la participación electoral, por tanto, es lógico que el político y toda la maquinaria del Estado glorifique «la fiesta de la democracia» y censure la abstención.


Las causas para no votar son variadas: imposibilidad física (enfermedad, estar de viaje), racionalidad: analizar las distintas opciones políticas es costoso mientras que la utilidad del voto es marginal. Algunos ven la política como el más perfecto crimen organizado: robo, mentira, fraude, manipulación, arbitrariedad, nepotismo, corrupción, etc. Otros —como Aristóteles— ven la democracia como una forma de gobierno degenerada: la tiranía de la mayoría. Por su parte, algunos grupos religiosos —Testigos de Jehová, amish— o étnicos —gitanos, nómadas— no votan por desafección al Estado. Finalmente, los libertarios o anarquistas se abstienen por motivos éticos, a saber, votar significaría patrocinar un sistema inmoral: liberticida y confiscatorio.


Para terminar veremos a quién beneficia la abstención. Ésta se computa sumando aquellos integrantes del censo que no acudieron a votar. Al igual que el voto nulo, su efecto es neutro: no beneficia ni perjudica porque no altera los porcentajes electorales. En cambio, los votos en blanco (sobre vacío o papeleta en blanco) son válidos y se reparten proporcionalmente entre las candidaturas. Los pocos votos en blanco de cada colegio electoral van a parar a los partidos mayoritarios. Esta ventaja es exigua. Pero volvamos a la abstención. ¿Cómo saber su influjo en el resultado? La única forma de averiguarlo sería preguntando al abstencionista: «Si usted hubiera votado, ¿a quién hubiera elegido?». Así podríamos elaborar un nuevo e imaginario mapa electoral de dudosa utilidad. Lo cierto es que, desde una óptica praxeológica³ (preferencia revelada), la abstención (al igual que toda conducta deliberada) beneficia subjetivamente a quien la practica, dadas las circunstancias concurrentes en cada individuo.

Por ejemplo, el abstencionista ético disfruta mostrando su desafección de un modo parecido al empleado que no asiste a la comida anual de su empresa. Desde una óptica sociológica se le critica porque renuncia a ejercer influencia política: «No dejes que otros elijan por ti»; pero el abstencionista activo (consciente) no sopesa la utilidad de su acción (que sigue siendo marginal), sino que actúa por principio. No debemos  infravalorar los efectos de una elevada abstención: un descontento generalizado llama la atención sobre la necesidad de cambios o reformas políticas que vuelvan a ilusionar al votante.

Notas:
¹ Excepto en Galicia, País Vasco, Cataluña, Andalucía y Castilla y León.
² Una excepción es el delito de omisión del deber de socorro (Código Penal, Art. 195).
³ La praxeología es la ciencia de la acción humana.

miércoles, 27 de julio de 2022

Sobre el bono cultural de 400€


Entre el 25 de julio y el 15 de octubre de 2022 los jóvenes nacidos en 2004 (cumplen 18 años) disfrutarán de un obsequio gubernamental de 400€ para gastar en «cultura»: espectáculos, libros, revistas, música, videojuegos, etc.

¿Y de dónde saldrán los 210 millones € que «Antonio» (doctor cum fraude) y su gobierno de zurdos regalará a los futuros votantes? En el mejor de los casos, el dinero se detraerá de otras partidas de gasto público: sanidad, educación, obras públicas, defensa...¿quién sabe?

Tal vez, se pague con más inflación (falsificando dinero con la impresora del BCE), perjudicando así a todos los españoles mediante una reducción de su capacidad adquisitiva. O emitiendo más deuda pública, en cuyo caso, los agraciados devolverán los 400€ cuando empiecen a trabajar y sean explotados por el Estado.

Por su parte, los negocios culturales (teatros, cines, librerías y empresas que venden contenidos por Internet) y la «cofradía de la ceja» (los que imitaban con dedo circunflejo al sátrapa socialista) también se beneficiarán del bono a expensas del resto de negocios, que verá reducida su producción.

Estamos ante una descarada e inmoral cacería de votos dirigida a 500.000 jóvenes que, por su supuesto, aplaudirán el «detalle» que el gobierno ha tenido con ellos. El resto de la sociedad, que pagará la fiesta, aceptará con anuencia o resignación esta nueva canallada. ¡Qué desgracia!

Todavía hay ingenuos que creen en el maná y otras cosas «gratis» que regalan los neocaciques de la política. Una sociedad ética debe rechazar de plano cualquier «regalo» realizado con dinero robado en impuestos (presentes o futuros). Los políticos, bien con el palo (miedo, sanciones), bien con la zanahoria (regalitos y «ayudas») nos manipulan, empobrecen y controlan. ¡Despertemos!

lunes, 2 de agosto de 2021

En defensa del abstencionismo vacunal


Quienes rechazan vacunarse no niegan la existencia del virus SARS-CoV-2, tan solo consideran que abstenerse es una alternativa preferible. No son «negacionistas» —término falaz—, sino «abstencionistas». Todo derecho incluye la posibilidad de no ejercerlo, por ejemplo, el derecho al sufragio implica el derecho a la abstención y el derecho del acreedor a cobrar implica la posibilidad de condonar la deuda; análogamente, si existe un derecho a vacunarse también existe igual derecho a no vacunarse.

Antes de actuar cada individuo analiza subjetivamente (con la información disponible) los potenciales beneficios y riesgos de las diferentes líneas de acción o alternativas. La ciencia, la estadística y las recomendaciones de técnicos y amigos puede ayudarnos durante el proceso, pero en última instancia corresponde a cada individuo decidir por sí mismo y, en su caso, por los menores bajo su tutela. Quien se vacuna considera que (potencialmente) el beneficio excede al riesgo y por ello acepta que la autoridad sanitaria decida el orden (colectivos prioritarios, rangos de edad) y las condiciones de la vacunación, en particular, el tipo y la marca comercial. Cuando el Estado monopoliza la vacunación la única elección ofrecida al paciente es: ¿brazo derecho o izquierdo?

Existen diversas razones para la abstención vacunal. Algunos desean vacunarse, pero rechazan el autoritarismo del gobierno y prefieren esperar a que exista libertad de elección. Otros consideran que los riesgos de vacunarse (medio y largo plazo) son desconocidos y nadie se hace responsable de las consecuencias de administrar un medicamento en fase experimental. Otros desconfían sistemáticamente del gobierno, de los comités de expertos a su servicio y de una sospechosa ausencia de pluralidad informativa. Cualquier mensaje que se oponga a la versión oficial (hay que vacunarse) es catalogado como «negacionista». Solo Internet escapa a esta caza de brujas.

Existen varias formas de forzar a los abstencionistas. La más directa sería decretar la vacunación forzosa, tal y como se hace con el ganado, pero esta medida viola derechos fundamentales del individuo. Hay una vía indirecta que supone un fraude de ley: decretar normas que imponen a los no vacunados unas exigencias inasumibles o muy costosas de cumplir (PCR negativo) para realizar actos cotidianos: viajar, alojarse en hoteles, consumir en bares y restaurantes, presenciar espectáculos, practicar deportes, etc. El pasaporte o certificado Covid se utiliza precisamente para discriminar y lesionar los derechos de los no vacunados. De facto, estas prácticas suponen un apartheid sanitario cuya finalidad es segregar socialmente a la minoría abstencionista.

Para colmo de males el gobierno impone a empresarios y empleados de ciertos sectores —hostelería, restauración, ocio— unas servidumbres abusivas: a) Los convierte en «inspectores sanitarios» de sus clientes, obligándoles a verificar quien está o no vacunado; b) Los convierte en «policías sanitarios», obligándoles a rechazar a quienes no hayan completado la pauta de vacunación (y no presenten PCR negativa). Y si se niegan a realizar estas tareas son multados. Todo el sistema es coercitivo.

Las autoridades también utilizan una tercera vía —la propaganda— para estigmatizar socialmente al abstencionista. Se fomenta en la opinión pública una división maniquea: buenos y malos, vacunados y no vacunados. Socialmente se presenta a los primeros como ciudadanos ejemplares y solidarios; mientras que los segundos son tachados de egoístas y aprovechados (free-riders). Sanitariamente y legalmente, los vacunados son tratados como presuntos «sanos» (no se les exige PCR negativa) y los no vacunados como presuntos «enfermos» y potenciales «contagiadores». Ambas presunciones son falsas y se utilizan para agredir injustificadamente a los segundos.


Randolph Bourne, que falleció en la epidemia de gripe de 1918, escribió: «La guerra es la salud del Estado». Análogamente, la emergencia por Covid-19 reproduce las agresiones que el Estado perpetra contra la población. Los políticos, ávidos de poder, monopolizan la vacunación, confiscan la propiedad privada, confinan injustamente a la población, prohiben el trabajo y fomentan el odio a los no vacunados. Ante el miedo de ser contagiado, enfermar e incluso morir, la sociedad retorna a un estado tribal: el razonamiento lógico cede ante la emotividad y el Derecho ante un ordenancismo arbitrario. Asistimos, en definitiva, a un proceso descivilizatorio que debe ser combatido con argumentos sanitarios, éticos y jurídicos.