Mostrando entradas con la etiqueta Lenguaje. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Lenguaje. Mostrar todas las entradas

lunes, 27 de abril de 2020

Sobre el confinamiento


A raíz de mis críticas al confinamiento por la pandemia de Covid-19, algunos amigos me corrigieron diciéndome que «confinamiento voluntario» era un oxímoron (contradicción en los términos) porque aquél siempre es forzoso. Efectivamente, la R.A.E. lo define así: «Pena por la que se obliga al condenado a vivir temporalmente, en libertad, en un lugar distinto al de su domicilio».

A pesar de su uso tan extendido, «confinamiento» no aparece en la legislación española,[1] ni siquiera en la serie de reales decretos relativos al estado de alarma. Esta omisión no es fortuita, forma parte de la estrategia legitimadora del Estado que consiste en eludir cualquier palabra que huela a coacción.

Sin embargo, ese término ha sido utilizado por el Ministerio de Sanidad, en la Instrucción, de 19 de marzo de 2020: «situación de confinamiento derivada de la declaración del estado de alarma». Este pequeño lapsus no es baladí, pues de él inferimos que en el estado de alarma existe confinamiento, no solo de facto, sino también de iure.

Algunos países contemplan el confinamiento. El Código Penal Federal de México, art. 28 reza: «El confinamiento consiste en la obligación de residir en determinado lugar y no salir de él». El Código Penal de Chile, art. 33: «Confinamiento es la expulsión del condenado del territorio de la República con residencia forzosa en un lugar determinado». 

Lo que nos importa resaltar aquí es que el confinamiento sanitario (el penal está claro), aunque su nombre haya sido proscrito en la legislación, es un hecho jurídico observable; por ejemplo, en el art. 7 del Real Decreto 463/2020, donde figuran restricciones de circulación, producción, comerciales, educativas y religiosas con motivo de la pandemia de Covid-19. Y como todo acto jurídico es coercible, el confinamiento siempre es forzoso y no hay tal cosa como confinamiento voluntario. Esto es independiente de que la mayoría de la población se quede en casa por miedo al contagio. La ley no es neutral, tiene costes y beneficios que son distintos para cada individuo (Ghersi, 2010); por ejemplo, el coste de no poder trabajar no es igual para un funcionario, que sigue cobrando, que para un autónomo, que sigue pagando gastos mientras deja de facturar.

El confinamiento penal y el sanitario son distintos. En el primero, la pena recae exclusivamente sobre el delincuente, en el segundo, la sanción recae de forma indiscriminada sobre un conjunto de personas inocentes. Por ello, las medidas de éste último deben ser las precisas para frenar la epidemia y, en todo caso, respetuosas con las libertades, derechos y necesidades de los confinados. El gobierno no debe extralimitarse aprovechándose de la emergencia sanitaria.

Academia General Militar
Nadie puede «autoconfinarse», ni «esclavizarse», ni «autoarrestarse», porque ello requiere una relación de poder entre dos personas distintas: el coaccionador y el coaccionado. En 1980, el general Luis Pinillla, director de la Academia General Militar de Zaragoza, puso en marcha un novedoso código disciplinario –el autoarresto–, con carácter experimental, para los cadetes recién ingresados de la XXXIX promoción. Los profesores y cadetes más antiguos quedamos atónitos ante un plan tan heterodoxo como imposible.[2] Los experimentos sociales los carga el diablo.

Durante la pandemia, políticos de Compromís han pedido al gobierno central que los municipios y comarcas turísticos de la región valenciana ejercieran el derecho al «autoconfinamiento», pero detrás de ese oxímoron se escondía una pretensión de confinamiento negativo: impedir a los forasteros el uso de sus propiedades. En las pandemias los tiranos se multiplican y causan un daño aún mayor que el propio virus.

El pasado 25 de abril, el presidente Sánchez, durante su comparecencia en TV, decía que había «pedido» a los españoles que se quedaran en casa, ¡como si el confinamiento fuera voluntario! Las severas y arbitrarias restricciones impuestas por el gobierno durante el estado de alarma han supuesto una agresión sin precedentes sobre las personas, violencia más propia de un régimen comunista que de una democracia liberal. ¡Quédate en casa! es un eslogan que muchos presentan como «recomendación», pero se trata de una imposición legal en toda regla, es mandato coactivo que se impone bajo amenaza de sanción.


Bibliografía:
Bourne, R. (1998). The State. Tucson: See Sharp Press. 
Código Penal Federal de México.
Código Penal de la República de Chile.
Ghersi, 2010. «Economía de la corrupción». Madrid: La ilustración liberal, Nº 6-7.
Instrucción del Ministerio de Sanidad, de 19 de marzo de 2020:
Real Decreto 463/2020, de 14 de marzo, por el que se declara el estado de alarma para la gestión de la situación de crisis sanitaria ocasionada por el COVID-19.

[1] Constitución, Código Penal, Código Civil, Ley General de Sanidad, Ley Orgánica 4/1981 que regula los estados de alarma, excepción y sitio, y reales decretos del Covid-19.
[2] En 1980, el autor era cadete de tercer curso en la A.G.M.

domingo, 28 de octubre de 2018

Contra el lenguaje inclusivo

El lenguaje es uno de los campos de batalla más importantes de la ideología de género. La pretensión feminista de que deberíamos cambiar nuestra forma de hablar se basa en lo siguiente: 1) El lenguaje actual refleja la injusta supremacía del hombre sobre la mujer, producto de la lucha de sexos y de la victoria del patriarcado. 2) Es una exigencia de la justicia eliminar esta desigualdad y promover el lenguaje inclusivo. En este artículo intentaré desmontar toda esta perversa retórica de la ideología de género.

En primer lugar, el lenguaje es una institución evolutiva, producto de un dilatado proceso de interacción social que nadie ha podido diseñar deliberadamente. No es posible atribuir culpabilidad a un hecho natural, sólo la conducta intencional del individuo puede ser objeto de sanción ética o jurídica. El Esperanto, en cambio, es un intento de construir racionalmente una lengua, cuyo resultado es bien conocido. El lenguaje es producto de la naturaleza social del hombre, de la cooperación humana y no la expresión victoriosa de una imaginaria guerra entre sexos.

Por otro lado, el lenguaje actual ya es inclusivo. Si decimos: «el hombre es un ser racional», es evidente que nos referimos a hombres y mujeres; es decir, la «inclusividad» no reside en el género de las palabras, sino en la mente del hablante, en el significado atribuido por éste dentro de un contexto. Por ejemplo, «los perros ladran» y «las gaviotas vuelan» son expresiones inclusivas de ambos sexos. Que las palabras tengan género masculino o femenino no es intencional, ni relevante: ¿por qué «silla» es femenino y «sillón» masculino?, ¿por qué «humano» es masculino y «humanidad» femenino?, ¿por qué se dice «sastre» y no «sastro»? y ¿qué más da que «abogado» sea masculino y «electricista» femenino? Si las feministas fueran consecuentes con sus demencias deberían comenzar a decir: «electricistos», «taxistos», «dentistos», «ligüistos», «terapeutos», «violinistos», «artistos», y así un largo etcétera.

Lo que es éticamente inadmisible es la utilización de fondos públicos para alcanzar los fines de una particular ideología; por ejemplo, se dan cursos y orientaciones para que se diga «participantes», en lugar de «alumnos»; «bebés», en lugar de «niños»; «persona emprendedora», en lugar de «emprendedor», etc. Pero la locura no acaba aquí, las feminazis pretenden sustituir, en los plurales, la «o» por la «e»: «todes», «amigues», «nosotres», etc. ¡Señor, llévame pronto! En definitiva, es innecesario y detrimental incitar, deliberadamente, cambios en nuestra forma de hablar. Cualquier sugerencia o imposición de lenguaje de género debe ser rechazada desde posiciones lingüísticas y éticas.

lunes, 17 de octubre de 2016

¿Contribuimos para recibir?


Propaganda es la difusión de ideas de carácter político para que una audiencia acepte ciertas ideas y se comporte según los intereses del propagandista. La propaganda es una forma de manipulación que combina mentiras, falacias y medias verdades. La campaña del Ministerio de Hacienda titulada «Contribuimos para recibir» es un esfuerzo más por generar una opinión pública favorable a los impuestos y así reducir el fraude fiscal. El argumento central es que si no nos resistimos al cobro de impuestos todos salimos ganando. 

La primera trampa es el eufemismo de llamar al impuesto «contribución» como si tal cosa fuese voluntaria. El ciudadano no es libre de no contribuir y, por ello, el término «contribuyente» es equívoco y debería ser reemplazado por «confiscado». De igual modo, cuando el ayuntamiento te dice que se abre el «Periodo voluntario de pago» de tributos tú piensas en voz alta: ¡son unos cachondos!

El anuncio que hoy analizo comienza con una serie de gazapos: «Si no fuera por Juan (abuelo), Ana no podría llevar a su hija al colegio cada mañana». Esto es un falso dilema. Si el abuelo no existiera Ana buscaría una solución, entre varias alternativas, para que su hija no faltara al colegio. El anunciante intenta presentar la cooperación social como si de una cadena de favores se tratara pero lo que hace Juan por Ana no tiene conexión causal con lo que hace Ana por Cristina, ni en lo que hace Cristina por Héctor. Por ejemplo, si el panadero que vive enfrente de mi casa no hiciera el pan cada mañana no pasaría nada grave, yo buscaría otro panadero en el mercado y asunto resuleto. Esta línea argumentativa termina, de forma circular, en que «Si no fuera por Héctor, Juan no recibiría cada mes su pensión a tiempo». Nueva falacia, pues el único causante de convertir a los pensionistas en dependientes de los cotizantes es el gobierno. En un sistema de capitalización (y no de reparto) Juan no dependería de Héctor, sino de sí mismo.

Lo siguiente es algo llamado «desliz argumentativo». Los ejemplos presentados al inicio son actos voluntarios: Juan lleva a su nieta al colegio; Ana, Cristina y Héctor realizan intercambios en el libre mercado; pero el último caso es distinto: Héctor no paga voluntariamente la pensión de Juan. El anunciante quiere inducirnos a pensar que los intercambios (forzosos) del gobierno, los mercantiles y los familiares son todos de la misma naturaleza: libres y consentidos.

Hacienda nos dice que gracias a los impuestos disfrutamos de una serie de servicios públicos: sanidad, educación, pensiones, parques, carreteras, ayudas, etc. Esto es una verdad a medias. Los consumidores disfrutarían más si pudieran consumir servicios libremente y no los que impone el gobierno. Y si no es así ¿por qué el 80% de los funcionarios elige un seguro privado de salud?

La falacia principal, a mi entender, es intentar convencernos de que si todos pagamos impuestos (la cantidad dictada por el gobierno en cada momento), todos salimos ganamos. Si esto fuera cierto el anuncio sobraría. Los impuestos benefician a unos y perjudican a otros; John C. Calhoum afirmó que la sociedad se dividía en dos clases: los consumidores y los proveedores netos de impuestos. Los primeros reciben más de lo que pagan más y los segundos pagan más de lo que reciben. 

«Contribuir para recibir» resulta un tanto ambiguo. En los servicios estatales (servicio público es un oxímoron) no existe una correlación entre el pago y el consumo. Nadie sabe con precisión cuánto recibe por lo que paga si bien, de forma intuitiva, muchos son conscientes de que gran parte del dinero se queda por el camino. Todo servicio público es beneficioso para el Estado y ruinoso para el contribuyente, por este motivo, el intercambio debe ejecutarse bajo amenaza de sanción.


En resumen, la campaña «Contribuimos para recibir» tiene todos los ingredientes de una falacia informal la cual, según Luis Vega, catedrático de Historia de la Lógica, se caracteriza por el uso equívoco de términos (contribuyente, todos), por partir de premisas falsas («si no fuera por...»), por abusar de imprecisión (recibir), por emplear deslices discursivos (inferir que algo forzoso es voluntario) y por llegar a conclusiones que no están debidamente justificadas (todos nos beneficiamos por igual). En realidad, no necesitamos alguien que nos esquilme por nuestro propio bien.

lunes, 2 de noviembre de 2015

Apostamos por...


Apostamos por las energías limpias, apostamos por la igualdad, apostamos por un turismo de calidad, apostamos por la seguridad alimentaria, apostamos por la educación y la sanidad públicas, apostamos por más recursos para la dependencia, apostamos por la cultura, apostamos por el ajedrez en la escuela, apostamos por el empleo estable y de calidad, etc. «Apostamos por... » es la frase de moda que todo político, sindicalista, ideólogo, ingeniero social o lobista utiliza para disfrazar sus perversas intenciones. En el fondo, estos sedicentes jugadores, en realidad, no quieren otra cosa que utilizar la legislación para prohibir o saquear. Son unos ladrones de tomo y lomo que pretenden privilegios y dinero. Cuando apuestan por las energías limpias lo que pretenden es subvencionarlas a expensas del contribuyente. Cuando algunos artistas dicen apostar por la «cultura» quieren que el gobierno les reduzca el IVA o que financie sus mediocres creaciones; estos comedores del pesebre estatal quieren una retribución superior a la que les asigna libremente el mercado. Pretenden que los consumidores paguen fiscalmente por consumir productos y servicios que no desean ni valoran. Algo que es bueno no precisa de la fuerza para ser consumido. Sólo los que fracasan comercialmente, cual mendigos, «apuestan» porque el Estado les saque las castañas del fuego. 

Apostamos por la igualdad efectiva entre hombres y mujeres es la frase políticamente correcta que se utiliza para imponer a las empresas cuotas y servidumbres que privilegian a las mujeres a expensas de los empresarios y de sus compañeros de trabajo. Las feminazis que apuestan por la discriminación positiva de la mujer, mediante la coacción legal, deben reconocer su incapacidad para competir en el libre mercado. La envidia y el odio les impide reconocer su fracaso profesional y por eso culpan a la naturaleza o a la sociedad de algo que solo es achacable a su propia ineptitud.

Apostamos por...es la frase preferida del político intervencionista. Apostamos por un turismo de calidad es la frase falaz que sirve para prohibir la construcción de hoteles, excepto los de lujo, o para prohibir que los propietarios alquilen sus apartamentos a los turistas. Apostamos por un transporte seguro y de calidad es la excusa para prohibir la libre competencia de empresas como UBER y Blablacar. Apostamos por el ajedrez significa el intento de que nuestros hijos aprendan, por cojones, el ajedrez en la escuela y así sucesivamente. Detrás de cada «apostamos por», en plural, hay un saqueador que quiere tu dinero o un déspota que desea imponer su voluntad a los demás y en lugar de recurrir a la persuasión utiliza la violencia política (valga la redundancia). Obviamente, la sociedad no es un casino. Cuando alguien va al casino apuesta su propio dinero y es libre de jugarse todo lo que es suyo pero estos ludópatas del Estado quieren apostar siempre con el dinero de los demás.

domingo, 21 de diciembre de 2014

La falacia de la «inversión» pública

Es muy frecuente ver titulares en los medios de comunicación afirmando que tal o cual Administración Pública ha «invertido» cierta cantidad de dinero en una infraestructura, en servicios sociales o en crear empleo, por citar algunos ejemplos. Hoy, intentaremos demostrar que los gobiernos no invierten, solamente gastan. Comenzaremos definiendo cuáles son las características de una verdadera inversión, es decir, la inversión privada. 

En primer lugar, las inversiones son realizadas en la economía con la expectativa de obtener un beneficio monetario sin descartar posibles pérdidas. Toda inversión está sujeta, en mayor o menor medida, al riesgo, que a su vez se mide por el grado de expectativa de ganancia o pérdida para los inversores. 

En el sector público, los políticos y burócratas, supuestos «inversores» que juegan a ser empresarios con el dinero de los demás, están exentos de riesgo ya que nunca soportarán en sus carnes los costes de equivocarse. La diferencia entre un inversor y un político, por tanto, es la existencia o no de responsabilidad económica. El empresario tendrá poderosas razones para asumir riesgos calculados mientras que el político asumirá riesgos superiores e incluso temerarios. Existe, pues, una primera distinción en lo referente a riesgo y responsabilidad. 

En segundo lugar, si el empresario realiza inversiones productivas que benefician a los consumidores obtendrá una ganancia monetaria que se repartirá de forma alícuota entre los accionistas o partícipes ¿pero cuál es la ganancia del "inversor" público? solamente será dineraria en caso de corrupción, ya sabemos, la consabida mordida del 6% para el partido o para el bolsillo del político implicado. El beneficio también puede ser en especie mediante dádivas (inmueble, coche, traje) o por ganancias futuras en forma de cargos de responsabilidad en las empresas privadas que fueron agraciadas con los contratos públicos. La última forma legal de ganancia sería la reelección política.  

En tercer lugar, el inversor utiliza libre y voluntariamente su propio dinero, que ha sido previamente ahorrado, mientras que el político utiliza dinero proveniente de los impuestos, es decir, dinero obtenido mediante la coacción y sin que los ciudadanos puedan elegir en qué, dónde, cuándo y cuánto se invierte. Por tanto, el político no puede satisfacer a los consumidores porque lo primero que hace es privarles de emplear su dinero como mejor les convenga.

La mayoría de los ciudadanos no es consciente del daño que hacen estos «inversores» de pacotilla porque, como decía Frédéric Bastiat, se ve la obra pública construida pero no se ve la riqueza que el sector privado hubiese generado con ese mismo dinero. Sólo en algunos casos palmarios, como el aeropuerto de Castellón, es visible el despilfarro; en otros, como en la construcción del AVE, se intuye que la "inversión" ha sido desproporcionada. 

Por último, debemos entender que las Administraciones Públicas, por idénticas razones, no pueden generar empleo neto. Cada salario pagado con dinero público supondrá, en el mejor de los casos, la pérdida de otros tantos en el sector privado. Los trabajadores útiles de la economía privada serán reemplazados por trabajadores-clientes de los partidos políticos. En conclusión, cuando usted oiga hablar de «inversión pública» recuerde que es mentira: los políticos no invierten, en el mejor de los casos gastan y en el peor derrochan y despilfarran.   

jueves, 30 de octubre de 2014

La falacia del «consumo» de suelo


Cada mañana, mientras desayuno, escucho a mi buen amigo Antonio Salazar en su programa de radio La Gaveta, espacio donde corre una brisa fresca y es posible escuchar algo distinto del sofocante y adormecedor consenso socialdemócrata. No obstante, siempre interviene algún político diciendo sandeces y dispuesto a joderte ese ratito de placer. Hoy el protagonista de la falacia del «consumo» de suelo ha sido el ínclito Paulino Rivero, presidente del gobierno canario e intervencionista hasta la médula; el mismo que ha maniatado y enfundado una camisa de fuerza a la economía de la región.

Una de las señas de identidad de los nacionalistas canarios es el ecologismo y la idealización romántica del paisaje y la naturaleza, en contraposición al progreso y la modernidad. Estamos ante otra versión del mito rousseauniano del buen salvaje —el guanche— que vive en un territorio idílico sembrado de plantas tan bellas como los cardones y tabaibas, conocidas euphorbias tóxicas que ni siquiera el ganado es capaz de digerir. Para nacionalistas y ecologistas es imprescindible defender los eriales costeros de una supuesta agresión de los peligrosos especuladores del asfalto y el ladrillo. La moratoria turística que impide a los propietarios de terrenos y empresarios la construcción de nuevos hoteles no es otra cosa que la materialización legislativa de este ideal totalitario que describimos.

Esta mañana afirmaba ufano don Paulino que era magnífico ver cómo los hoteles viejos se estaban modernizando, pudiendo apreciar que lo nuevo sustituía a lo viejo y «sin consumo de suelo». Por lo visto, cada nuevo hotel que se construye se «come» un barranco o una finca de plátanos y eso, claro está, no se puede consentir. Oímos también otras metáforas aún más apocalípticas como que las obras «devoran» nuestro territorio, como si carreteras y hoteles fueran ogros que comen tierra; y como si las fincas de particulares pertenecieran a estos ecologetas colectivistas.

Llegados a este punto es preciso refutar las premisas sobre las que el gobierno justifica su intervención impidiendo el mal llamado «consumo» de suelo y restringiendo el uso a sus legítimos propietarios. En primer lugar, el territorio no se consume ni se agota; el suelo permanece debajo de los edificios, carreteras y aeropuertos construidos. Cada actuación sobre el suelo es una modificación de su uso por parte de su dueño. ¿Y por qué lo cambiamos? Porque el factor de producción llamado tierra proporciona distintas rentas según su uso. Si los agricultores sustituyen plataneras por aguacateros es porque esperan obtener una mayor rentabilidad económica. El valor descontado del producto marginal aumenta porque, ceteris paribus, la cantidad de kilos de fruta producida multiplicada por su precio de mercado es mayor en el segundo caso (aguacates) que en el primero (plátanos). Siguiendo el mismo razonamiento, el dueño del terreno pudiera considerar que es más rentable «plantar» hoteles y apartamentos antes que producir frutas, verduras o queso de cabra. El auge turístico en Canarias, que se inició en la década de 1960, sustituyó el uso agrario de miles de hectáreas de terreno por el uso turístico: miles de hoteles, apartamentos, gasolineras, bares, restaurantes y un largo etcétera de servicios que nacen básicamente del incremento de la población. En este cambio, no diseñado intencionalmente por jerarcas como «modelos», mi querido Paulino, nadie ha comido tierra. Más bien lo contrario: los canarios dejaron de comer coles con gofio para comer carne y pescado. Miles de campesinos, que pasaban mucho desconsuelo, dejaron la guataca —esa que tanto gusta al nostálgico Vladimiro Rodríguez Brito— en el campo y se pusieron la pajarita de camarero porque así podían mejorar sus condiciones de vida.

En segundo lugar, los políticos, tan atrevidos como ignorantes, creen saber mejor que nadie qué uso debe darse al suelo (el de los demás); y como no son capaces de convencer a nadie con sus geniales ideas y ocurrencias diversas, deben imponerlas coactivamente mediante mandatos, o sea, a golpe de boletín oficial. Da igual quien sea el propietario jurídico del terreno, los gobernantes, cual mafia organizada, se han convertido en los propietarios económicos del suelo pues deciden arbitrariamente lo que sus dueños pueden o no hacer con lo suyo. Estos dictadorzuelos y pillos demócraticos hace tiempo que se cargaron el Derecho Romano, esa institución milenaria que mantenía un respeto irrestricto por la propiedad privada (ius utendi, ius fruendi, ius abutendi). Toda iniciativa personal o empresarial está supeditada a su superior criterio y otorgamiento de licencia, sin olvidar que hay que pasar por caja: mordida fiscal y, en su caso, un pequeño tanto por ciento para el partido por eso de «agilizar» los trámites.

sábado, 18 de octubre de 2014

Sobre el concepto de «modelo»

Oímos con frecuencia a políticos, economistas y sociólogos abogar por tal o cual modelo para organizar la sociedad. Así, se discute sobre los modelos educativo, económico o energético —entre otros— que supuestamente mejorarían la educación, la economía o el medioambiente. Un modelo es un «arquetipo o punto de referencia para imitarlo o reproducirlo». Es decir, algo percibido subjetivamente como bueno para obtener determinados fines. En principio, cualquiera es libre de elegir un modelo e intentar imitarlo. Por ejemplo, los vegetarianos adoptan un modelo de alimentación exclusivamente vegetal porque lo consideran beneficioso para su salud y porque se ajusta a ciertos principios éticos y filosóficos. El problema surge cuando alguien, mediante la fuerza, pretende imponer su modelo a los demás. Imagínese usted un gobernante que prohibiera, bajo amenaza de sanción, el consumo de carne a toda la población. Esto tal vez nos parezca inadmisible y sin embargo los gobernantes nos imponen —de forma coactiva— sus diversos modelos en otras facetas de la vida: nos imponen un modelo de sanidad pública, nos imponen su modelo educativo, pretender «ordenar» el urbanismo, nos imponen un modelo colectivista de reparto de las pensiones, nos imponen la forma de heredar la propiedad, nos imponen un modelo de relaciones laborales, etc. Ninguna faceta de la vida social escapa a la imposición política de determinados modelos. Incluso las relaciones de pareja y de organización familiar están sometidas al modelo dictado por el gobierno. Por ejemplo, la poligamia no es admitida legalmente en los países occidentales y sólo unos pocos países en el mundo respetan los derechos civiles de los homosexuales y transexuales.

Esta práctica de diseño social mediante modelos se denomina «constructivismo». Según Ludwig von Mises (La acción humana, 234): «Existen dos diferentes formas de cooperación social: la cooperación en virtud de contrato y la coordinación voluntaria, y la cooperación en virtud de mando y subordinación, es decir, hegemónica». La primera se produce cuando cada persona es libre de elegir su propio modelo de vida y la segunda cuando una autoridad impone un modelo colectivo mediante el uso de la violencia o bajo amenaza de violencia, es decir, bajo coacción legislativa. La sociedad liberal y la sociedad comunista, respectivamente, son el producto de aplicar uno u otro modelo de cooperación social. La socialdemocracia o socialismo edulcorado que padecemos no es otra cosa que un híbrido entre la libertad y la coacción institucional. En la sociedad hegemónica las élites políticas, apoyadas por sesudos intelectuales, asesores políticos, burócratas y otros adoradores del estado, actúan como ingenieros sociales diseñando e implantando sus modelos a toda la población. Para ello utilizan datos, estadísticas e informes que, adecuadamente presentados por los medios de comunicación al servicio del gobierno, justifican la imposición violenta de sus modelos políticos. Su error consiste en pretender encontrar una medida objetiva y universal de la utilidad cuyo nefasto resultado es la subordinación de la libertad individual a una supuesta e imaginaria verdad objetiva. 

La implantación política de modelos tiene también una base psicológica. El gobernante sufre la ilusión de creerse poseedor de la verdad por el mero hecho de haber obtenido una mayoría en las urnas. El político arrogante —valga la redundancia— se cree ungido por los dioses y disfruta del inmenso placer que supone imponer sus designios a los demás. El sistema democrático parece dotarles automáticamente de una superior visión para saber mejor que nadie qué conviene y qué no conviene a la gente. Y como las masas de votantes son incapaces de apreciar por sí mismas la bondad de sus modelos, estos deben ser impuestos a los ciudadanos en forma de mandato; es decir, por cojones. De esta forma, la libertad para que cada individuo o empresa persiga su propio modelo de actuación queda obstruida por el «café para todos» de la basura legislativa que vomitan 18 parlamentos. La democracia, así entendida, se convierte en un sistema de legitimación de prácticas totalitarias. 

La implantación de modelos es un acto de agresión a la libertad de las personas y una forma sutil de autoritarismo. Los políticos, auténticos maestros del engaño y la falacia, disfrazan su lenguaje para que sus mandatos no parezcan tales. Ellos profieren expresiones metafóricas como «defendemos» —la defensa siempre es un acto legítimo- o «apostamos»— como si se tratara de una lotería o juego de azar. Pero la libertad no es ningún juego que podamos dejar en manos de sátrapas disfrazados de benévolos defensores del «bien común». Tras cada modelo se esconde una doble violación: primero se viola la libertad del individuo para perseguir sus propios fines de la forma que considere oportuna, y segundo, se viola la propiedad privada. Por ejemplo, el modelo turístico (moratoria turística) de los políticos nacionalistas canarios prohibe, entre otras lindezas, la construcción de hoteles de cuatro estrellas impidiendo que los propietarios de las tierras decidan libremente que uso darles. Y en Cataluña se impone un modelo lingüístico que debe ser obedecido bajo amenaza de sanción. No es casualidad que los gobiernos nacionalistas sean los más proclives a implantar sus modelos porque el nacionalismo es una doctrina esencialmente constructivista y violenta. Así pues, ojo al parche porque detrás de cada modelo que quieren vendernos sólo obtendremos opresión, imposición y pérdida de libertad individual.

domingo, 29 de junio de 2014

Tu boca NO está de oferta


Algunos colegios profesionales de dentistas han lanzado sendas campañas para defender los derechos de los pacientes. Su finalidad es alertar a los consumidores de que tras una publicidad "engañosa" y precios "excesivamente" bajos puede esconderse el uso de materiales de "mala" calidad y prácticas "erróneas" que ponen en riesgo la salud de los pacientes. Estos teman me tocan muy de cerca por dos motivos: uno es que desde 2010 vengo impartiendo un curso de Marketing de Servicios para Clínicas Dentales; y otro es que a mis 54 años, cual adolescente, llevo un tratamiento de ortodoncia con brackets. Por tanto, desde mi doble experiencia como docente y paciente, me gustaría hacer algunas precisiones ante este tipo de campañas. Mi análisis se hará desde distintas ópticas. Comenzaremos por los "derechos del paciente". Es un error considerar que existen derechos in abstracto o derechos en general. Los derechos y su corolario -las obligaciones- son referidos siempre a individuos que realizan contratos específicos; es decir, el derecho de un paciente, en tanto que consumidor, es de orden contractual. El dentista ofrece un tratamiento concreto, durante un período determinado, empleando unos materiales específicos, que proporcionará un resultado final deseado. A cambio, el paciente paga el precio estipulado en el contrato. Cada acto médico supone distintos derechos y obligaciones para las partes.

Respecto de la calidad, también es preciso una clarificación. En primer lugar, al igual que la utilidad o el valor, la calidad es un concepto subjetivo y difícilmente articulable. No existe una frontera entre la buena y la mala calidad pero sí existe un continuo de diferentes calidades desde la más alta hasta la más baja.
La calidad engloba muchos atributos distintos: prestigio profesional, reputación de la marca comercial, procesos (atención al paciente, tiempos de espera en la consulta) y evidencia física (instalaciones, materiales empleados) constituyen la mezcla de marketing de servicios. En general, los pacientes no poseen información precisa para valorar la calidad de una oferta pero no por ello compran a ciegas. La fama del dentista, el buzz marketing (rumor, prescriptores informales o "boca a boca"), la proximidad entre el domicilio y la clínica dental, la financiación o el precio, son elementos de valoración a la hora de comprar. Es cierto que el cliente no tiene la más remota idea sobre la calidad de los aparatos y materiales empleados (brackets, resina, férulas, herramientas), pero aún en el supuesto de que tenga toda la información técnica precisa, su interpretación y valoración requiere un enorme esfuerzo cognitivo que los consumidores no están dispuestos a realizar.

Hablemos ahora de precio y oferta. Los precios (como la calidad) no son ni excesivamente bajos, ni excesivamente altos, y todo intento de fijar límites en este sentido es arbitrario. Sin embargo, existe una correlación directa entre precio y calidad. El eslogan: tu boca NO está de oferta, de forma metafórica previene a los consumidores de que una oferta comercial temeraria, es decir, cuyo precio fuera sensiblemente inferior a los del mercado, es señal de precaución: las calidades entregadas también podrían ser sensiblemente bajas. Desde este punto de vista, las campañas de los colegios profesionales tienen sentido. Pero tampoco debemos olvidar que los productos y servicios de menor calidad ejercen una función importante en la economía: permiten que un mayor número de consumidores acceda a ciertos bienes hasta ahora vedados por su elevado precio. No está de más recordar que en España, según Juan Ramón Rallo, el 97% de los servicios odontológicos es sufragado con fondos privados. Por extraño que nos resulte, en el libre mercado todas las calidades son bienvenidas. Por ejemplo, un acto profesional realizado por un dentista menos habilidoso o con poca experiencia, en instalaciones modestas, con equipos comprados de segunda mano y materiales de menor calidad, deberá ofertarse necesariamente a precios bajos. Esto no incomoda a quienes ya tienen suficiente dinero para pagar calidades y precios superiores; en cambio, beneficia a las personas con menor capacidad adquisitiva que antes no podían acceder al servicio. Como resultado de los precios bajos, el mercado de servicios odontológicos se expande por la franja inferior. Análogamente, la aparición de técnicas como Invisalign (fundas invisibles) hace lo propio por la franja superior. El aumento de la oferta en ambos sentidos, con precios más bajos y más caros, incrementa del número total de clientes. Por tanto, se requerirá un mayor número de dentistas (y personal auxiliar) para atender a un mayor número de pacientes y esto producirá, a su vez, una mayor especialización de profesionales y clínicas dentales. Lo que parecía inicialmente un inconveniente se revela como una ventaja.
En cuanto a la publicidad "engañosa", no es fácil establecer un criterio de demarcación entre la verdad y la mentira de la información publicitaria ¿Quién sería el árbitro en tan dificultosa tarea? Ni siquiera para los jueces es asunto sencillo. Todo intento institucional de controlar el mercado aludiendo a una supuesta "verdad oficial" es una arrogancia fatal que acarreará muchos inconvenientes y pocas ventajas. Pero ante la ausencia de control institucional ¿cómo se autoprotege el consumidor de un fraude comercial? Según Morris y Linda Tannehill: los negocios cuyos productos son potencialmente peligrosos para los consumidores dependen de la buena reputación. El irrestricto comportamiento deontológico de un dentista es algo más que una opción moral, es una cuestión de supervivencia. En ausencia de privilegios gubernamentales los consumidores castigarán a los profesionales (y empresas) que actúen fraudulentamente. ¿Es engañoso hacer una oferta, durante un tiempo limitado, de un servicio odontológico? sí, "siempre que sea la competencia quien lo haga". Bromas aparte, cuando los consumidores reciben descuentos, ofertas de 3x2 (bono económico), regalos (bono social) o son invitados a probar un nuevo producto o servicio ¿están acaso siendo engañados? Si un niño lleva brackets y el dentista ofrece un descuento de 10% en la ortodoncia de su hermano menor ¿significa esto que el primogénito estará mejor atendido? El descuento aplicado es debido por el mayor volumen de compra del cliente (padres) pero nadie diría que la boca del segundo hermano "está de oferta". Como vemos, eslóganes populistas como "la salud (o la educación) no está en venta" no resisten el más mínimo análisis económico.

Por último, intentaré justificar que las clínicas dentales, como cualquier negocio, pueden y deben utilizar todas las estrategias y recursos de marketing a su alcance con sólo dos condiciones: a) comunicarse verazmente con sus clientes para que tomen decisiones informadas; y b) cumplir los contratos. A diferencia de otros facultativos que son funcionarios o empleados en la empresa privada, el dentista es un empresario y actúa como tal buscando el legítimo beneficio de su actividad. En ocasiones, los médicos se enfrentan a dilemas éticos ¿se debe aceptar la preferencia estética de un paciente a costa de un mayor riesgo para su salud? La intervención sanitaria por motivos estéticos es un ejemplo de que la salud no es siempre un valor hegemónico: algunos pacientes asumen riesgos calculados sobre su salud a cambio de una mejor apariencia física o estado psicológico. Todo dentista es libre de negarse a incrustar un diamante en el diente sano de un paciente aludiendo que tal cosa perjudicaría su salud bucodental pero no puede impedir que otro colega acepte ese intercambio. Tampoco existe una frontera nítida en cuestiones éticas. Veamos otro ejemplo: ¿deberíamos vender un tratamiento Invisalign a sabiendas de que el cliente deberá rescatar antes su plan de pensiones? Si el paciente está debidamente informado, el negocio es éticamente impecable ya que aquél expresa una mayor preferencia temporal: valora más su bienestar presente que su bienestar futuro. Es un axioma que todo intercambio libre y consentido, sin que exista fraude o coacción, beneficia a ambas partes; si no fuera así, el intercambio nunca se produciría.

Para terminar, quiero expresar mi profunda admiración por la figura del dentista. Su labor es muy meritoria. No sólo ha invertido muchos años de estudio y esfuerzo para adquirir su capacitación técnica, además debe manejar su empresa como todo hijo de vecino: debe contratar empleados, formarlos, motivarlos y llegar a formar un equipo de trabajo cohesionado; debe asumir riesgos y realizar costosas inversiones en equipamiento de alta tecnología; debe contratar asesoramiento fiscal, laboral y contable; y debe competir en el libre mercado utilizando todas las estrategias de marketing a su alcance. El dentista, como empresario, no puede quedar al margen de su función mercantil; pero el legítimo ánimo de lucro debe conciliarse con los igualmente legítimos intereses de sus clientes.