sábado, 12 de mayo de 2018

Vinos con denominación de origen

Hoy se celebra la 2ª edición del Día Movimiento Vino D.O. (Denominación de Origen). Se trata de una jornada popular y festiva cuyo acto central es un brindis simultáneo (13:30) en toda España. En nuestro país hay 74 D.O. que son gestionadas por sendos Consejos Reguladores. La finalidad de este evento es «poner en valor» la cultura del vino D.O.; hablando en román paladino, es una acción de marketing para fomentar el consumo de vino y, en particular, de todas aquellas marcas con denominación de origen. Pero si el alcohol es malo para la salud, ¿qué motivo hay para fomentar el consumo de vino? ¿A qué viene tanta coñada con el vino y la denominación de origen? Cualquier vino tiene un origen (variedad de uva, región) y no existe razón objetiva para afirmar que los registrados, según ciertos criterios arbitrarios, sean mejores que los no registrados. Por ejemplo, si la uva es producida en Chile y transportada a España para ser pisada, el vino embotellado no tiene «garantía» de calidad D.O. Esta misma regla, por lo visto, no es aplicable a los excelentes chocolates que se producen en Suiza con el cacao proveniente de África.



Detrás de toda esta parafernalia de la cultura del vino, el valor paisajístico de los viñedos, la fijación de la población al espacio rural, la protección del medioambiente y demás pamplinas se esconde una cruda realidad: los intereses económicos de los productores de uva y vino. El sector agrario es el principal consumidor de fondos europeos: 57.000 millones €, lo que supone el 35% del presupuesto comunitario de 2018 (160.113 millones €). Quienes trabajan en el sector primario parasitan del resto de la sociedad; es decir, parte del dinero robado (fiscalmente) a los ciudadanos se transfiere a los productores agrarios de muchas formas: subsidios directos a la producción, estudios de mercado, publicidad, ferias, etc.

La parte mala del intervencionismo económico es que lleva en su seno la semilla de la corrupción. En 2014, la empresa pública «Bodegas Insulares de Tenerife, S.A.», participada por el Cabildo de Tenerife, fue sancionada por comprar vino de Castilla-La Mancha y mezclarlo con vino del país para venderlo bajo la marca (D.O.P.) «Viña Donia». Un fraude es un acto ilegítimo pero la mezcla de productos, en sí misma, no tiene por qué ser mala. A mucha gente le gusta el «vino con vino», la sangría o el calimocho. También es frecuente hacer mezclas de tabaco o café con objeto de crear nuevos sabores y aromas. Es un error creer que la D.O. puede ser un criterio objetivo de calidad porque esta estimación sólo compete a la subjetividad de cada consumidor. La calidad es un mito porque en el libre mercado todas las calidades, altas y bajas; y todos sus precios, altos y bajos, son bienvenidos según las diferentes preferencias de los consumidores.  


La Política Agraria Común (PAC) ocasiona un aumento artificial de la producción de las materias primas subsidiadas a expensas de una menor producción de otros productos y servicios más valorados por el público. Por otro lado, estas ayudas reducen artificialmente los precios internacionales de los productos dificultando la competencia de los productores extra-comunitarios. Cuantitativamente, los peor parados son los consumidores europeos que soportan fiscalmente todo el sistema de transferencia de rentas. Más que de una «asociación», como reza el eslogan, estamos ante un negocio mafioso entre políticos y agricultores: votos a cambio de dinero.

jueves, 26 de abril de 2018

Contra la ideología de género: La estadística


En algunas ocasiones he denunciado que la ideología de género está basada en mentiras, además se trata de una pretensión inmoral porque actúa mediante la violencia legislativa. Los lobbies feministas influyen en la opinión pública para, indirectamente, conseguir que los políticos aprueben leyes en línea con un tipo de justicia sui generis. Una de las principales herramientas de los ideólogos de género es la utilización de estadísticas. Hoy pretendo demostrar que hacer reivindicaciones sobre la justicia basadas en las estadísticas es un error lógico. 

Comenzaremos aclarando que una estadística es un dato histórico referido a una muestra; según Mises (Acción Humana, p. 72): «los promedios estadísticos nos ilustran de cómo proceden los sujetos integrantes de una cierta clase o grupo»; por ejemplo, según la OCDE, la esperanza de vida en España es de 83 años y en el Reino Unido de 81 años. ¿Esta diferencia estadística es justa o injusta? Para pronunciarnos debemos primero disponer de una teoría de la justicia; por ejemplo, esa diferencia de dos años sería injusta si creyéramos que españoles y británicos «deberían» tener «igual» esperanza de vida. La estadística describe el «ser» (la realidad) y la ética el «deber ser». En 1740, David Hume (Tratado de la Naturaleza Humana, III, I, I) afirmó que las proposiciones fácticas y las morales tienen una estructura lógica distinta, es decir, del «ser» no podemos inferir el «deber ser».


Para entender mejor por qué el igualitarismo no es un criterio válido de justicia pondremos un segundo ejemplo. La esperanza de vida en España (INE, 2016) de hombres y mujeres es de 80,3 y 85,8 años, respectivamente. ¿Esta diferencia estadística de 5,5 años es justa o injusta? Los que creen que la justicia reside en la igualdad podrían pedir al gobierno, por ejemplo, que aumentara el gasto sanitario en la cura de enfermedades de la próstata y lo redujera en la de mama y útero; de esta forma, podríamos reducir la «brecha de género» en este aspecto. Pero las feministas, según parece, sólo pretenden la igualdad en aquello que particularmente las beneficie; su idea de justicia no sólo es equivocada, además es parcial e interesada.

Una estadística, por tanto, ni es justa ni injusta, tan sólo es una descripción de la realidad. La justicia, por otro lado, es inaplicable a clases: «hombres», «mujeres», «desempleados», «huérfanos», etc. Según Ulpiano (Digesto, I, I, 10), la justicia es «dar a cada quien lo suyo» (en singular), por tanto, sólo es aplicable a las acciones u omisiones de los individuos. El sofocante eslogan feminista de que el desigual promedio retributivo o «brecha salarial» por sexos es una injusticia carece de toda lógica. Aún así, esta falacia ha calado tan profundamente en la sociedad que es el soporte ideológico de innumerables aberraciones jurídicas, como las leyes de género, las cuotas por sexo y otros mandatos que nos recuerdan las leyes de Nuremberg. El término peyorativo «feminazi», que tanto molesta a las feministas, no es ninguna exageración y refleja el carácter totalitario de la ideología de género.

Afirmar que los promedios salariales de ambos sexos (o cualquier otro promedio) «deberían ser iguales» es un deseo arbitrario que sólo puede lograrse cometiendo verdaderas injusticias que afectan a los varones, pero también a las mujeres no infectadas por el virus de género. Cada quien «debe cobrar lo suyo» es el único criterio de justicia admisible. ¿Y qué es «lo suyo»?: Lo que libremente pacten quienes participan en un intercambio. Toda injerencia legislativa que pretenda equilibrar cualquier promedio estadístico es un triple error: lógico, ético y jurídico.

martes, 17 de abril de 2018

Valores. Ingeniería social vs ética de la libertad



Real Casino de Tenerife, 16/04/2018


Comenzaré mi intervención aclarando qué entendemos por «ética de la libertad». La ética es una ciencia normativa que pretende orientar nuestra conducta. La ética nos dice qué cosas deberíamos hacer -el bien- y abstenernos de hacer -el mal- porque dichas acciones y omisiones son buenas para la vida. Una persona es libre de ignorar la ética, pero no lo es de sustraerse a sus consecuencias.

Ahora hablemos de la libertad. Según Isaiah Berlin, una persona es libre si nadie interfiere en su esfera de acción (libertad negativa). Murray N. Rothbard, economista de la escuela Austriaca, amplía un poco más la definición: «La libertad es la ausencia de interferencias o invasiones físicas coactivas contra las personas y las propiedades individuales». Efectivamente, uno de los límites de la libertad es la propiedad; por ejemplo, un grafitero que desea pintar una tapia, primero debería pedir permiso a su dueño, pero es completamente libre de pintar las paredes de su propia casa.

«Libertad» es un concepto positivo. Lo contrario a la libertad es la esclavitud; ésta puede ser completa o parcial, permanente o temporal; por ejemplo, un esclavo es forzado a trabajar toda su vida mientras que un soldado conscripto sólo es esclavo del Estado durante su permanencia en filas. Otra forma más sutil de esclavitud es la confiscación. El recaudador de impuestos no se apropia del cuerpo del esclavo, pero se apropia de una parte de los frutos de su trabajo. Cualquier pérdida coactiva de libertad es un mal ético porque la persona se ve forzada a realizar algo que claramente le perjudica. Si la gente es reacia a pagar impuestos es porque piensa que ellos mismos emplearían mejor su propio dinero.

Cuando un hombre persigue libremente un fin es porque lo considera un bien. La coacción, por tanto, es síntoma de que el hombre resulta perjudicado respecto de otras elecciones para él disponibles. Si alguien se ve forzado a realizar un intercambio inferimos que le perjudica pues, en otro caso, no lo hubiera realizado.

Ahora hablemos de la metáfora «ingeniero social». El ingeniero social se cree un ser superior al resto de sus congéneres, a quienes utiliza instrumentalmente para alcanzar sus fines. El ingeniero social trata al hombre como la pieza de una máquina o como un animal (por ejemplo, en Madrid, en la Navidad de 2017, la alcaldesa obligó a los peatones a circular por ciertas calles en una dirección única, como si fueran ganado) que puede ser sacrificado en el altar de la sociedad, la nación, el pueblo, la democracia o de cualquier otra deidad. El ingeniero social utiliza sus propias ideas o las toma prestadas de algún intelectual; por ejemplo, los jerarcas comunistas, que ocasionaron 100 millones de muertos, hicieron suyas las ideas del filósofo Carlos Marx.

La herramienta favorita del ingeniero social es la legislación, el Boletín Oficial, la imposición de mandatos que deben ser obedecidos bajo amenaza de sanción. El ingeniero social es malvado, pero no tonto, siempre busca legitimar sus actos y para ello se apoya convenientemente en los informes de expertos (científicos y académicos en la nómina del Estado) y las estadísticas y encuestas de opinión realizadas o sufragadas por el Estado. Todo, como pueden ver, muy «objetivo». Otras veces se escudan en que determinadas normas deben ser aplicadas porque así lo dictan otros ingenieros sociales que viven en Madrid o Bruselas.

Derecho y legislación son cosas bien distintas. La legislación es particular, cambiante, ocurrente, reactiva y, sobre todo, arbitraria. Especialmente lesivas para la libertad son las leyes de género (que violan principios fundamentales del Derecho), las cuotas, el control de la natalidad, la legislación laboral, la impunidad sindical, los incentivos a tal o cual sector económico, el control de precios, la inflación, los monopolios, etc. 

El ingeniero social tiene poder político y lo utiliza para diseñar la sociedad según un modelo que él considera subjetivamente bueno. Tiene un modelo económico, laboral, educativo, sanitario, energético, turístico, etc., y pretende imponer su modelo, de forma autoritaria, a toda la sociedad. Lo que reclama la ética de la libertad es que el ingeniero social y quienes les apoyan renuncien a la violencia y que las empresas e individuos no sean forzados a producir y consumir lo que no desean, es decir, que exista un mercado laissez-faire con múltiples modelos en competencia y que sean los individuos los que libremente elijan fines y medios.

viernes, 13 de abril de 2018

Contra el igualitarismo

Ulpiano
Según el afamado jurista Ulpiano (¿Tiro?, ¿170? - Roma, 228) los preceptos fundamentales del Derecho son tres: 1) Vivir honestamente; 2) No dañar a nadie; y 3) Dar a cada quien lo suyo. Desde entonces y durante muchos siglos filósofos, juristas y, en general, las masas asumieron que la justicia coincidía con el tercer precepto de Ulpiano«lo justo era dar a cada uno lo suyo». De esta forma, el concepto de justicia estaba en sintonía con la naturaleza humana. Es justo que los hombres acumulen distinta riqueza porque los hombres son distintos entre sí, unos son más fuertes, inteligentes, capaces, imaginativos o industriosos que otros. Esto es un hecho, una verdad incuestionable. Al mismo tiempo, aún teniendo capacidades y oportunidades distintas, cada persona tiene fines particulares, subjetivos, que difieren según la personalidad; por ejemplo, una persona dotada intelectualmente para el estudio puede preferir la artesanía porque trabajar con sus manos le reporta una mayor satisfacción. Sólo el individuo puede ser el juez de su propia felicidad. En definitiva, capacidades, oportunidades y fines son específicos e incluso varían a lo largo del tiempo para un mismo individuo. Si no media la violencia o el fraude, la diferencia de resultados es ética y justa porque obedece a la natural diversidad humana. 

Montaigne
¿Cuándo cambió el concepto clásico de justicia? Desde la antigüedad el hombre rico -comerciante, prestamista- siempre estuvo bajo sospecha y era objeto frecuente de la rapiña pública (gobierno) o privada (crimen). Ya en 1580, el filósofo y humanista Michel de Montaigne afirmaba (Ensayos, cap. XXI): «El beneficio de unos es perjuicio de otros», estableciendo una explícita condena moral a la obtención de la riqueza, desgraciadamente esta falacia persiste hoy en la mente de muchos. Ya en el siglo XVIII, la teoría del valor objetivo de Adam Smith (1776) fue precursora de la nefasta teoría marxista del valor-trabajo (1867) y de la explotación de los trabajadores; el resto de la historia es de sobra conocida.

John Rawls
El filósofo John  Rawls (1921-2002) puso su granito de arena elaborando una Teoría de la Justicia (1971) que proclamaba la «equidad» en los resultados y, de paso, alimentaba la espuria doctrina de la «justicia social». Las desigualdades socio-económicas —afirman los igualitaristas— son injustas y es deber de los poderes públicos redistribuir «equitativamente» la riqueza según criterios que necesariamente son arbitrarios. Dicho en román paladino: «es justo que el Estado robe al que más tiene para dárselo al que menos tiene». Así, Ulpiano fue reemplazado por Marx. La justicia ya no era dar a cada quien lo suyo sino «de cada cual según su capacidad y a cada cual según su necesidad». De esta forma, se pervirtió el concepto de justicia y se legalizó el robo, pero sólo si es perpetrado por el Estado. Bajo esta ética perversa el Estado social crece imparable desde principios del siglo XX. Como era de prever «el que parte y reparte se lleva la mejor parte» y los principales beneficiarios del saqueo no son los necesitados sino los políticos que dirigen el Estado, funcionarios y grupos de interés o lobbies. El Estado social, en realidad, es antisocial por inmoral y lleva en su interior la semilla de su propia destrucción.

El igualitarismo no sólo pretende igualar clases sociales —ricos y pobres— sino que se va extendiendo, como un cáncer, a toda la sociedad. Su nueva franquicia se llama «ideología de género», una doctrina neomarxista donde hombres y mujeres son presentados, respectivamente, como explotadores y explotados. En nombre de la «justicia social», una vez más, el Estado puede coaccionar a las organizaciones y empresas con cuotas y otras exigencias espurias que se presentan en forma de legislación de género. Políticos, juristas, intelectuales y periodistas se han doblegado ante la marea de género sin que nadie alce la voz contra esta ideología criminal. Las leyes de género violan principios generales del derecho como la igualdad ante la ley o la presunción de inocencia, convirtiendo a todo varón en un presunto culpable.

Atlas
Todas estas agresiones a la libertad, a la propiedad, al derecho y a la justicia, rectamente entendida, causan un enorme sufrimiento a los individuos y destruyen el orden social. Sus consecuencias son imprevisibles pero ya hacen aparición los primeros síntomas de descivilización: deterioro del juicio moral, debilitamiento de la familia y de otras instituciones sociales, incremento de la preferencia temporal, aumento de la corrupción política y social a todos los niveles, aumento de la violencia y del número de suicidios (con mayor incidencia en los varones), etc. En definitiva, el progreso social, económico y moral de una sociedad puede irse al traste si no recuperamos la sana tradición del Derecho Romano y combatimos la espuria doctrina de la justicia social y su perversa secuela del igualitarismo.

domingo, 17 de septiembre de 2017

Zebenzuí, el concejal follador

Esta semana ha sido noticia un mensaje de whatsapp enviado por Zebenzuí González, concejal responsable de «Sanidad, Mercados y Cementerios» del ayuntamiento de La Laguna (Tenerife), quien presumía de follar con empleadas que él mismo colocaba. El escándalo ha sido monumental, pero Zebenzuí, que ha sido suspendido de militancia socialista, todavía mantiene su cargo de concejal. Nuestro gallo follador ha dicho que no piensa dimitir y renunciar a un sueldo bruto de 58.000€.

Hoy pretendo criticar el enfoque de género que ha recibido este caso porque su gravedad reside oficialmente en el cariz «machista» del mensaje. Este asunto no es otra cosa que una compra de servicios sexuales y su única particularidad es que el comprador paga con salarios públicos, con nóminas, y no directamente en efectivo. Otros políticos pagan con su tarjeta VISA corporativa tal y como hizo, en 2012, el alcalde de Valverde del Camino, Miguel Ángel Domínguez (PSOE), que gastó 3.685€ en un prostíbulo de Sevilla porque su tarjeta VISA personal «no funcionaba bien». 

Pedir sexo a cambio de favores laborales es una práctica secular: algunos directores de cine, productores musicales, empresarios y directivos, por citar algunos, obtienen sexo a cambio de «impulsar las carreras» de sus patrocinadas. Esta actividad no está exenta de riesgos: por ejemplo, un realizador se expone a una interpretación mediocre de su actriz-puta y un gerente puede sufrir la ineficiencia de su secretaria-puta, y así sucesivamente. El político se expone menos porque la incompetencia de sus putas casi siempre recae sobre los ciudadanos en forma de servicios deficientes.

Es un axioma praxeológico (relativo a la acción humana) que en toda relación consentida ambas partes esperan obtener un beneficio neto, en otro caso el intercambio nunca llega a producirse. Tanto Zebenzuí como las agraciadas con salario público vía «cargos de confianza» u otra modalidad salen beneficiados del intercambio: «una nómina de enterradora bien vale un polvo ocasional con el seboso concejal de Cementerios, menos da una piedra» diría más de una. Bibiana Rodríguez, una joven tinerfeña de 34 años, no pasó por el aro y mandó a la mierda al follador de marras. Por tanto, no es correcto calificar a las enchufadas del concejal como sus víctimas de género, sino como socios que se benefician claramente del trato; estas mujeres venden sus favores sexuales de forma consciente. 

No es mi intención hacer una condena moral de la prostitución. Tanto el cliente como la puta salen beneficiados del intercambio y no perjudican a un tercero. Si Zebenzuí pagara los polvos de su bolsillo no habría reprobación política, ni escándalo alguno: allá cada cual con su vida sexual. Es un error confundir el apetito sexual con el machismo. Pero la ideología de género considera que el comercio sexual es una lucha (marxista) de clases, una relación asimétrica donde el hombre gana y la mujer pierde. 

En definitiva, tanto el concejal Zebenzuí como sus enchufadas eran partícipes de un mismo negocio y los únicos verdaderamente perjudicados han sido los contribuyentes laguneros que, al fin y al cabo, han pagado puta y cama. Cargar las tintas contra el supuesto machismo del edil es una hábil maniobra de género que oculta la verdadera naturaleza del crimen: el robo. Los contribuyentes sufren un primer robo cuando son obligados a pagar impuestos: «todo impuesto es un robo»; y sufren un segundo robo cuando los fondos públicos son utilizados para el beneficio personal de quienes los administran.

lunes, 7 de agosto de 2017

Contra la «soberanía energética»


«Soberanía energética» es una expresión utilizada frecuentemente por ecologistas y nacionalistas cuyo significado real es alcanzar la «autosuficiencia» energética de un determinado territorio. Mediante el uso extensivo de las energías renovables, por ejemplo, una isla podría llegar a prescindir completamente de las importaciones de combustibles fósiles (carbón, petróleo y gas) para ser energéticamente «independiente» del exterior. Análogamente, la «soberanía alimentaria» significa producir los alimentos localmente y evitar las importaciones. Quienes pretenden la independencia económica del exterior se indignan cuando los consumidores eligen productos foráneos en lugar de nacionales. Hoy intentaré poner de manifiesto lo absurdo y peligroso que resultan este tipo de ideas.

Juan Bodino
En primer lugar, debemos aclarar que soberanía y autarquía son cosas distintas. «Soberanía» es un concepto político, según Juan Bodino (1576) es «el poder absoluto y perpetuo de una república». Decimos que un Estado es soberano cuando sus gobernantes, legisladores y jueces son la más alta instancia que ejerce poder sobre sus residentes. No hay poder superior al soberano. Cualquier proyecto secesionista reside en el afán de sus élites políticas de ser soberanas, es decir, de convertirse en la última instancia de poder en un territorio. La soberanía no emana del pueblo ni de una constitución sino de la fuerza física que tiene el gobernante a su disposición; siguiendo con Bodino: «La fuerza y la violencia han dado principio y origen a las repúblicas». 
Vehículos eléctricos «Autarquía»

La «autosuficiencia» económica es un viejo sistema llamado «autarquía». Quienes ejercen el poder soberano de una nación pueden eventualmente embarcarse en un proyecto de autarquía económica. Entre 1940 y 1945, el gobierno español decretó la restricción en el uso de carburantes líquidos y nació la empresa Vehículos Eléctricos Autarquía, S.A. (vaya nombre), con sede en calle Aragón núm. 308 de Barcelona, cuya finalidad era producir vehículos de tracción eléctrica y reemplazar, en lo posible, a los dotados de motor de explosión. Los españoles sufrieron, entre 1939 y 1959, muchas penurias a causa de la autarquía del régimen franquista. La autarquía es ruinosa precisamente porque la riqueza proviene de lo contrario: de la división internacional del trabajo y el comercio exterior. La autarquía supone necesariamente la vuelta a la tribu y no es casualidad que todas ellas sean «energéticamente soberanas». Por suerte, los insensatos que persiguen la (mal llamada) «soberanía energética» no tienen el poder suficiente para imponer a los demás sus absurdos planes.

Sin que medie un bloqueo económico total desde el exterior, cosa muy improbable, existen dos formas de conseguir la autarquía; la primera es cerrar a cal y canto las fronteras, mediante decreto, y disponer de un sistema represor tan eficaz que la medida surta efecto; esto es propio de gobiernos totalitarios. La segunda, es intervenir la economía, es decir, joder parcialmente a consumidores y empresas con trabas al comercio y medidas proteccionistas: aranceles, cuotas, tarifas, regulaciones, subvenciones, aduanas, arbitrios y demás canalladas que perpetran los gobernantes de países social-demócratas. Esta intervención beneficia a ciertas personas y grupos a expensas del «bien común» que podemos identificar con el interés de todos los consumidores.

Alarmante es la noticia (26 de julio) de que el Cabildo de La Palma se ha adherido a un proyecto de autarquía energética denominado «Manifiesto del Electrón», en él se describe un «Nuevo Modelo Energético» que (supuestamente) convertirá la isla bonita en un «paraíso» 100% sostenible. Nada de petróleo y gas. La isla debe ser autosuficiente con sus propias fuentes renovables: hidroeléctrica, termosolar, eólica, hidrógeno y geotérmica. Los políticos palmeros «apuestan» por ir un paso más allá que los herreños y pretenden que incluso el transporte interior sea 100% ecológico. Y cuando dicen «apostamos por…» significa que se hará por cojones mediante la violencia legislativa. La «soberanía energética» sólo puede alcanzarse violando la soberanía del individuo que ya no es libre para elegir lo que compra o deja de comprar. Sin libertad comercial las personas pierden su dignidad, son parias o meros súbditos de quienes pretenden «ordenar» la sociedad.

Todos estos nuevos «modelos» de ingeniería social, al igual que sucedió con el comunismo, están abocados al fracaso porque son profundamente inmorales. Los modernos talibanes «nazional-ecologistas», deben alcanzar sus fines agrediendo y empobreciendo a los consumidores, previa manipulación informativa. Sirva de ejemplo el fraude monumental de convertir al Hierro en una isla 100% sostenible. El proyecto de Gorona del Viento ha costado 100 millones de euros, lo que equivale a 10.000€ por cada habitante. La nueva energía hidroeólica resulta cuatro veces más cara que la producida en la «sucia» central térmica (diesel), que, por cierto, no puede cerrarse porque es imprescindible para evitar un cero energético en la isla. Nadie en su sano juicio, actuando libremente y bien informado, pagaría de su bolsillo semejante suma por un logro medioambiental tan magro. El coste desorbitado de estos y otros proyectos, mal llamados «inversión pública», es una ruina para los españoles que ven reducido su nivel de vida con impuestos confiscatorios (valga la redundancia).

En definitiva, lo que se pretende con la «soberanía energética» es la autosuficiencia o autarquía energética, objetivo que supone interferir el libre comercio y, en consecuencia, reducir el nivel de vida de la población. Es muy posible que, en el futuro, cuando las tecnologías de producción y almacenamiento de energía se abaraten, muchos hogares produzcan, almacenen y consuman su propia energía, pero ello llegará en su momento a través de los procesos de mercado. Si los gobiernos, en lugar manipular y oligopolizar el mercado eléctrico, permitieran la libre competencia del sector los legítimos fines medioambientales podrían alcanzarse más rápidamente y sin coacción. Pero los políticos autonómicos e insulares, en lugar de promover la libre competencia en el mercado energético, reproducen los mismos errores que sus colegas del gobierno central.