martes, 6 de enero de 2015

Sindicatos, huelgas y empresarios

Esta mañana, tras el primer partido de padel del año, un joven amigo me pregunta qué opino de los sindicatos; "es una mafia legalizada cuyo objetivo es conseguir para los empleados condiciones laborales mejores de las que podrían obtener en el libre mercado", le respondo presumiendo de haber leído a Mises, Hayek y Rothbard.

Los sindicatos son organizaciones que benefician a sus afiliados a expensas de que otras personas no tengan trabajo. Así de simple. Los sindicatos crean desempleo pues en ausencia de la coacción sindical, habría más personas trabajando con salarios más bajos que los actuales. A continuación intentaré argumentar por qué la actividad sindical, apoyada mediante privilegios gubernamentales, es manifiestamente antisocial e injusta. Comenzaré analizando lo que ocurre en una huelga. Los trabajadores quieren obtener mejoras laborales (salario, descanso, beneficios, etc.) y organizan la huelga para presionar a la propiedad de la empresa y conseguir que ésta acceda a sus pretensiones. Damos por hecho que las negociaciones pacíficas, caso de haberlas, no han surtido efecto y que el sindicato opta por usar medios violentos.

En primer lugar, dejar de trabajar en un derecho inalienable de toda persona. Nadie, excepto un esclavo, está obligado a seguir trabajando si no lo desea. Pero si un empleado tiene derecho a rescindir unilateralmente su contrato laboral, igual derecho le asiste el empresario. Abandonar la empresa o despedir son las dos caras de la misma moneda, el mismo derecho ejercido desde dos partes distintas. 


El empleado en huelga no cobra el salario correspondiente al trabajo no realizado en su empresa pero es libre, en principio, de optar libremente por: a) formar parte de los piquetes: grupos de vulgares matones que amenazan, rompen y agreden. b) ser un esquirol y trabajar para sí mismo o incluso para un segundo empresario, mientras dure la huelga. Sin embargo, el gobierno prohibe al empresario reemplazar a los huelguistas por nuevos trabajadores, de esta manera la empresa sufre pérdidas económicas y cede ante la presión. Así, a través de una doble coacción -sindical y gubernamental- los empleados obtienen una retribución superior al valor descontado de su productividad marginal. Es decir, cobran más de lo que cobrarían en ausencia de violencia. Algo parecido sucede con la prohibición de UBER en España: decenas de miles de personas podrían trabajar como taxistas amateur ganando pequeñas cantidades de dinero pero la presión de los taxistas "autorizados" sobre el gobierno lo impide. Es incorrecto afirmar, por tanto, que el "mercado laboral" sea rígido, todo lo contrario, la institución Mercado siempre es flexible y dinámica; la rigidez sólo es achacable a la "legislación laboral".


Ahora imaginemos que fuera el empresario -como en la novela La Rebelión de Atlas- el que se pusiera en huelga. Supongan que el patrón cree que su plantilla no rinde lo suficiente y decide cerrar la empresa una semana para que los trabajadores "reflexionen" al respecto. Si la ley fuera igual para ambas partes, los empleados no trabajarían ni cobrarían durante esa semana pero además tampoco serían autorizados a trabajar en ninguna otra empresa, debiendo reincorporarse todos a su trabajo al finalizar la huelga. Nadie podría abandonar la empresa, es decir, nadie podría "despedir" a su patrón. Esto resultaría injusto puesto que si una parte (empresario) incumple el contrato, la otra parte (empleado) debería quedar libre de toda obligación. Con otro sencillo ejemplo tal vez podamos verlo mejor: en una pareja de novios, si una parte decide interrumpir la relación amorosa durante un tiempo, no puede legítimamente impedir que la otra parte inicie otra relación con una tercera persona. Esto es de perogrullo.

Si en lugar de la basura legislativa que vomitan los parlamentos democráticos en forma de mandatos caprichosos tuviésemos una Ley universal, estable, evolutiva, no creada, descubierta, justa y digna de ser respetada; el empresario que sufre una huelga tendría el derecho a reemplazar, temporal o permanentemente, a los huelguistas. La libertad de interrumpir toda relación laboral debe ser irrestricta por ambas partes. Solo la coacción gubernamental, basada en la falaz teoría marxista de la explotación, puede inclinar la balanza en favor de los sindicatos mediante el establecimiento de una legislación laboral arbitraria y antijurídica.

domingo, 21 de diciembre de 2014

La falacia de la «inversión» pública

Es muy frecuente ver titulares en los medios de comunicación afirmando que tal o cual Administración Pública ha «invertido» cierta cantidad de dinero en una infraestructura, en servicios sociales o en crear empleo, por citar algunos ejemplos. Hoy, intentaremos demostrar que los gobiernos no invierten, solamente gastan. Comenzaremos definiendo cuáles son las características de una verdadera inversión, es decir, la inversión privada. 

En primer lugar, las inversiones son realizadas en la economía con la expectativa de obtener un beneficio monetario sin descartar posibles pérdidas. Toda inversión está sujeta, en mayor o menor medida, al riesgo, que a su vez se mide por el grado de expectativa de ganancia o pérdida para los inversores. 

En el sector público, los políticos y burócratas, supuestos «inversores» que juegan a ser empresarios con el dinero de los demás, están exentos de riesgo ya que nunca soportarán en sus carnes los costes de equivocarse. La diferencia entre un inversor y un político, por tanto, es la existencia o no de responsabilidad económica. El empresario tendrá poderosas razones para asumir riesgos calculados mientras que el político asumirá riesgos superiores e incluso temerarios. Existe, pues, una primera distinción en lo referente a riesgo y responsabilidad. 

En segundo lugar, si el empresario realiza inversiones productivas que benefician a los consumidores obtendrá una ganancia monetaria que se repartirá de forma alícuota entre los accionistas o partícipes ¿pero cuál es la ganancia del "inversor" público? solamente será dineraria en caso de corrupción, ya sabemos, la consabida mordida del 6% para el partido o para el bolsillo del político implicado. El beneficio también puede ser en especie mediante dádivas (inmueble, coche, traje) o por ganancias futuras en forma de cargos de responsabilidad en las empresas privadas que fueron agraciadas con los contratos públicos. La última forma legal de ganancia sería la reelección política.  

En tercer lugar, el inversor utiliza libre y voluntariamente su propio dinero, que ha sido previamente ahorrado, mientras que el político utiliza dinero proveniente de los impuestos, es decir, dinero obtenido mediante la coacción y sin que los ciudadanos puedan elegir en qué, dónde, cuándo y cuánto se invierte. Por tanto, el político no puede satisfacer a los consumidores porque lo primero que hace es privarles de emplear su dinero como mejor les convenga.

La mayoría de los ciudadanos no es consciente del daño que hacen estos «inversores» de pacotilla porque, como decía Frédéric Bastiat, se ve la obra pública construida pero no se ve la riqueza que el sector privado hubiese generado con ese mismo dinero. Sólo en algunos casos palmarios, como el aeropuerto de Castellón, es visible el despilfarro; en otros, como en la construcción del AVE, se intuye que la "inversión" ha sido desproporcionada. 

Por último, debemos entender que las Administraciones Públicas, por idénticas razones, no pueden generar empleo neto. Cada salario pagado con dinero público supondrá, en el mejor de los casos, la pérdida de otros tantos en el sector privado. Los trabajadores útiles de la economía privada serán reemplazados por trabajadores-clientes de los partidos políticos. En conclusión, cuando usted oiga hablar de «inversión pública» recuerde que es mentira: los políticos no invierten, en el mejor de los casos gastan y en el peor derrochan y despilfarran.   

jueves, 27 de noviembre de 2014

Sobre la imposición de plantillas mínimas en los hoteles

Gloria Gutiérrez
En anteriores artículos ya hemos analizado las consecuencias de la intervención política en la economía y, en particular, en el sector del turismo en Canarias. Vimos el error que supone forzar la renovación de la planta hotelera o la pretensión arrogante de instaurar coactivamente un modelo económico único a toda la sociedad. La última perla intervencionista es la proposición no de ley que el grupo PSC-PSOE ha elevado a la Cámara regional para fijar plantillas mínimas en los hoteles. Creen algunos -como la diputada Gloria Gutiérrez- que es posible reducir el alto desempleo en las islas a golpe de decretazo, al más puro estilo estalinista. Estos indigentes intelectuales -también llamados "sus señorías"- tienen una fe ciega en el voluntarismo y en el poder de la coacción legislativa para obtener sus fines. La fuerza bruta que emana del Boletín Oficial suele ser la alternativa a su incapacidad intelectual o fruto de la ceguera ideológica. 

Según algunos políticos nacionalistas y socialistas (tanto monta, monta tanto), sindicalistas, tertulianos radiofónicos indocumentados e intelectuales de izquierda -entre otros- la plantilla de los hoteles en Canarias es insuficiente y se requeriría aumentar la contratación. Si el número de turistas aumenta cada año -afirman aquellos- pero el empleo no aumenta significa que los hoteleros están explotando a los trabajadores. En la entrada Turismo y empleo en Canarias apunté algunas razones por las cuales esto sucedía. Otra razón bastante manida para justificar la imposición de una plantilla mínima a cada hotel es la calidad. Vamos a ir refutando cada uno de los argumentos intervencionistas.
El primer y más importante motivo para oponernos a esta medida es de tipo ético y jurídico. Toda empresa es una propiedad privada y sólo compete a sus dueños organizar la producción. La regulación económica es inmoral pues viola el derecho natural de propiedad. En su día expliqué por qué los empresarios necesitaban de la filosofía. Ellos asumieron dócilmente las tesis socialistas del interés general, las necesidades colectivas, la función social de la empresa y otras majaderías que se incorporaron al derecho constitucional. Fue una desgracia pues esta perversión de la Ley convirtió a los capitalistas en meros dueños nominales (o jurídicos) de sus negocios. El político arrebató, mediante la legislación, el libre uso económico (ius fruendi) de la propiedad a sus legítimos dueños. El resto de la historia ya la sabemos.

En segundo lugar, los hoteles son sólo una parte del negocio turístico. Muchos otros sectores participan en esta actividad económica: líneas aéreas, cafeterías, restaurantes, coches de alquiler, casas rurales, tiendas de ropa y calzado, perfumerías, supermercados, discotecas, taxis, autobuses, parques acuáticos y de ocio, etc. Resulta arbitrario que se pretenda aumentar el número de camareras de piso en los hoteles y no el número de camareros en los bares.

En tercer lugar tenemos el mito de la calidad. Si queremos un turismo de calidad -afirman algunos- es preciso dar un servicio de calidad a los visitantes y ello pasa, entre otros factores, por disponer de más personal en los hoteles. Aquí sería preciso recordar la teoría subjetiva del valor. En el mercado todas las calidades son buenas para los consumidores. Un hotel con poco personal (y "menos" calidad) no es distinto de otro negocio -digamos un hipermercado- con poco personal. Muchos clientes están dispuestos a recibir un servicio más lento o incluso a no recibirlo a cambio de tarifas más reducidas. Muchos aparthoteles han podido sobrevivir a la crisis precisamente porque tenían la plantilla imprescindible para atender la recepción y poco más. Pocos hoteles hoy en día ofrecen servicio en las habitaciones porque los consumidores no están dispuestos a pagar un sobre coste.   

En cuarto lugar, ¿cómo sabe el órgano planificador cuál es la plantilla "adecuada" de cada hotel? Es posible que algún experto en econometría, utilizando ecuaciones ininteligibles, calcule de forma precisa y objetiva la plantilla óptima de cada establecimiento. La fórmula mágica integraría diversas variables debidamente ponderadas tales como: categoría del hotel, tipo de alojamiento del turista, metros cuadrados construidos, número de instalaciones y servicios, número y calidad de las habitaciones, número de camas,  temporada alta o baja, facturación anual de la empresa, etc. Como es lógico, el gobierno deberá crear un nuevo Cuerpo de Técnicos Inspectores o, en su defecto, una empresa pública que gestione y supervise el nuevo Sistema de Control de Plantilla Hotelera (SCPH). Es decir, más funcionarios y más impuestos.

En quinto lugar, la forma más plausible de regulación de plantilla sería utilizando el método de ensayo y error: el político ensaya y el posible error lo sufren los dueños y empleados del hotel así como sus clientes. Por ejemplo, el gobierno comienza forzando un aumento de plantilla de 5% sobre la plantilla existente y espera a ver si el hotel sobrevive o quiebra. En el primer caso, habremos tenido éxito ya que aumentamos el empleo un 5% a expensas del beneficio empresarial o de las rentas de los restantes factores de producción (tierra y bienes de capital). Suponemos aquí que la ocupación del hotel es constante y que no ha sido posible repercutir los mayores costes de personal en las tarifas del hotel. En el segundo caso (quiebra), habremos fracasado pues el negocio no habrá sido capaz de soportar los costes del incremento de plantilla y todos los trabajadores irán al paro. A priori, implantando la brillante medida podríamos ganar un 5% de empleo frente a una posible pérdida de 100%. 
Jesús Huerta de Soto
¿Cómo reaccionará el mercado frente a la agresión gubernamental? Los inversores tendrán otro motivo más para pensar: "que invierta su puta madre", frase acuñada por mi ilustre profesor D. Jesús Huerta de Soto. ¡Cuánta razón lleva el hombre!. Los inversores abandonarán Canarias o trasladarán sus inversiones a otros sectores de la economía que sean más remunerativos. Pero veamos qué pueden hacer los hoteleros. Si mantenemos la hipótesis anterior de 5% de incremento, los hoteles cuya plantilla se sitúe entre 20 y 39 empleados deberán contratar un trabajador más; entre 40 y 59 empleados, dos más; entre 60 y 79, tres más; y así sucesivamente a razón de un empleado más por cada veinte. Los hoteles con plantilla situada en la zona intermedia, lejos de los límites de corte (20, 40, 60, 80...) podrán seguir llevando su negocio con normalidad. La intervención, de momento, no les afecta. Cuando la plantilla alcance el punto en que ésta sea marginal (19, 39, 59, 79...) el empresario deberá tener en cuenta que, caso de necesitar más mano de obra, serán dos empleados (y no uno) los que deba contratar pues el incremento de 5% le afectará. Algo similar ocurre cuando el gobierno impone servidumbres (por ejemplo, contratación de discapacitados) a las empresas cuando alcanzan un mayor tamaño (50 empleados). En ambos casos el coste marginal de contratación se eleva artificialmente ejerciendo un efecto disuasorio o de resistencia sobre el empleo. Este efecto será directamente proporcional a la intensidad con que el órgano de planificación imponga sus mandatos, en este caso, una plantilla mínima. 


Algunos gerentes buscarán fórmulas para aprovechar al personal excedente sin asumir pérdidas. Por ejemplo, si obligaran al hotel a contratar un cocinero de más podrían emplearlo para vender comida preparada a otros bares y negocios de la zona. Otra solución sería pasar de tener un cocinero a jornada completa a dos cocineros a media jornada, y así repartir el trabajo. Menos rentable, e incluso ilegal, sería emplear al cocinero sobrante en otra función distinta, por ejemplo, en recepción. En general, se produciría trasvase de personal desde los oficios intervenidos hacia los no intervenidos, pero el daño seguiría existiendo.


En conclusión, hemos expuesto el perjuicio que para propietarios, empleados y consumidores supone cualquier injerencia gubernamental sobre la producción de los hoteles. Ni políticos ni funcionarios pueden hacerse con la información necesaria para fijar una plantilla óptima porque aquella surge ex novo, de forma dinámica en los procesos de mercado y sólo está al alcance de los empresarios. Realizar una nueva intervención en el mercado, esta vez fijando plantillas mínimas, sólo ahonda un poco más la tumba donde el gobierno canario entierra a las empresas.

sábado, 15 de noviembre de 2014

El monopolio de Binter Canarias: un análisis económico

Esta mañana, mientras estudiaba el tratado de Murray N. Rothbard: El Hombre, la Economía y el Estado (capítulo X: El monopolio y la competencia) recibí una llamada telefónica: querían hacerme una encuesta sobre el transporte en Canarias. Queriendo escurrir el bulto, respondí astutamente: "ahora estoy estudiando", pero como si de un acto reflejo se tratara pregunté seguidamente por la identidad del contratante del estudio de mercado; la mujer me respondió escuetamente: Binter Canarias. Súbitamente cambié de opinión y dije a la encuestadora: "Adelante, con mucho gusto responderé a todas sus preguntas". ¡Joder que casualidad! -pensé. No podía dejar pasar la oportunidad de desahogarme y denunciar el insufrible monopolio que padecemos los residentes es las islas (no tan) afortunadas. Para compensar el mejor clima del mundo que disfrutamos los dioses nos castigaron con políticos intervencionistas asesorados por economistas keynesianos. 

Según Rothbard, en el libre mercado no existe posibilidad alguna de monopolio, esta figura sólo puede darse bajo la coacción institucional en forma de privilegio o intervencionismo. Tal es el caso de Binter Canarias, un monopolio sutilmente establecido a la sombra de una legislación tan innecesaria como absurda denominada Obligaciones de Servicio Público. Un monopolio tiende a reducir la producción e incrementar los precios por encima de lo que el libre mercado le permitiría en otras circunstancias no intervenidas. Por este motivo, un vuelo entre islas con Binter puede costar lo mismo o incluso más que otro desde el archipiélago a Madrid, Barcelona o Londres con otra compañía. Esto significa que, en proporción a la distancia recorrida por el avión, Binter es hasta 20 veces más cara que las aerolíneas de bajo coste como Ryan Air, easyJet o Norwegian. Esta es la insólita forma que tienen nuestros "servidores públicos" de mejorar las condiciones de vida de los ciudadanos. Pero hoy sólo vamos a estudiar la reacción del mercado ante los precios de monopolio. 

En primer lugar, analizaremos la conducta de aquellos consumidores cuya demanda es muy elástica para precios situados por encima del que fijaría el libre mercado. En nuestro caso, demanda elástica significa que si el precio del billete de avión sube, los consumidores viajarán menos en avión (y viceversa). Estos consumidores son muy sensibles a los cambios de precio. Veamos algunas categorías:

a) Los turistas peninsulares y extranjeros -sin descuento de residente- una vez en Canarias, si desean hacer turismo entre islas, se enfrentan a tarifas prohibitivas (Tenerife-Lanzarote: 92€), incluso superiores a las pagadas para llegar desde ciudades remotas situadas a miles de kilómetros; ¿a que es difícil de entender?. La alternativa para visitar otras islas es dejarlo para el próximo viaje, volando directamente desde sus países de origen. Las islas -las más pequeñas- que poseen menos conexiones aéreas con el continente saldrán perjudicadas y recibirán menos visitas que las islas mejor conectadas. Otra posibilidad viable y económica es viajar a otras islas en barco, sobre todo cuando el trayecto es corto, por ejemplo: Los Cristianos (Tenerife) - San Sebastián de la Gomera ó Playa Blanca (Lanzarote) - Corralejo (Fuerteventura).

b) El segundo grupo lo forman turistas residentes en las islas que, aún teniendo el descuento de residente (50%), por un precio similar o ligeramente superior prefieren viajar a otros destinos continentales antes que hacerlo entre islas. Por ejemplo, prefieren ir a Londres antes que a Fuerteventura. Aquí también se incluye a los turistas canarios que sustituyen el avión por el barco (Fred Olsen y Naviera Armas), mucho más económico y que además permite llevar el vehículo particular.

Existen otros dos grupos cuya demanda es inelástica, es decir, personas que en menor o mayor medida se ven obligados a volar entre islas aunque el precio del billete de avión se vea incrementado. c) El tercer grupo lo componen viajeros de negocios, empleados públicos en comisión de servicio y trabajadores desplazados a otras islas (que vuelven a casa los fines de semana). En función de las circunstancias personales de cada cuál, su demanda será más o menos inelástica. Por ejemplo, las empresas y AAPP pueden reducir la frecuencia de viajes en avión y emplear sustitutivos como la videoconferencia. Estos viajeros presentan un margen de sustitución reducido ya que la utilización del barco puede representar un elevado coste de oportunidad; es decir, si utilizan el barco pueden perder un tiempo laboral más valioso que el ahorro monetario obtenido.

d) El cuarto y último grupo presenta una demanda muy inelástica, se trata de personas que necesariamente aumentarán el gasto en transporte y seguirán volando entre islas a pesar de la subida de tarifas. Aquí podríamos incluir a personas con elevada capacidad adquisitiva, políticos (disparan con pólvora de rey), funcionarios y asalariados cuyos empleadores costean los viajes, pacientes que viajan por imperativo médico o viajeros con fuerte aversión al viaje en barco (mareo).

Henry D. Thoreau
A pesar de la intervención del mercado y de la creación de un monopolio, el mercado siempre busca y encuentra soluciones. Como decía Henry D. Thoreau [1]"Si el comercio y las industrias no tuvieran la elasticidad del caucho, no alcanzarían jamás a saltar por encima de los obstáculos que los legisladores les están poniendo de continuo por delante". 

En conclusión, frente a la agresión institucional que supone el monopolio, los consumidores podrán reaccionar de estas cuatro maneras: a) absteniéndose de viajar entre islas; b) reduciendo la frecuencia de los viajes entre islas; c) sustituyendo el avión por el barco o por otros medios de relación (videoconferencia); d) asumir la pérdida económica que supone el mayor coste del precio de monopolio. Pero toda intervención del mercado no es neutra, hay ganadores y perdedores. ¿Quiénes ganan? Los políticos y burócratas del Gobierno de Canarias y la empresa monopolística Binter Canarias. ¿Quiénes pierden ? Los consumidores canarios en general, los turistas peninsulares y extranjeros y, especialmente, las economías de las islas menores que reciben menos viajeros. Triste paradoja que las Obligaciones de Servicio Público, creadas en 1998 para "proteger" a los pobrecitos canarios de las "imperfecciones" del libre mercado, sirvan sólo para hundirnos más en la miseria.


[1] Henry Thoreau. Del deber de la desobediencia civil. Editorial Pi. p. 15

jueves, 30 de octubre de 2014

La falacia del «consumo» de suelo


Cada mañana, mientras desayuno, escucho a mi buen amigo Antonio Salazar en su programa de radio La Gaveta, espacio donde corre una brisa fresca y es posible escuchar algo distinto del sofocante y adormecedor consenso socialdemócrata. No obstante, siempre interviene algún político diciendo sandeces y dispuesto a joderte ese ratito de placer. Hoy el protagonista de la falacia del «consumo» de suelo ha sido el ínclito Paulino Rivero, presidente del gobierno canario e intervencionista hasta la médula; el mismo que ha maniatado y enfundado una camisa de fuerza a la economía de la región.

Una de las señas de identidad de los nacionalistas canarios es el ecologismo y la idealización romántica del paisaje y la naturaleza, en contraposición al progreso y la modernidad. Estamos ante otra versión del mito rousseauniano del buen salvaje —el guanche— que vive en un territorio idílico sembrado de plantas tan bellas como los cardones y tabaibas, conocidas euphorbias tóxicas que ni siquiera el ganado es capaz de digerir. Para nacionalistas y ecologistas es imprescindible defender los eriales costeros de una supuesta agresión de los peligrosos especuladores del asfalto y el ladrillo. La moratoria turística que impide a los propietarios de terrenos y empresarios la construcción de nuevos hoteles no es otra cosa que la materialización legislativa de este ideal totalitario que describimos.

Esta mañana afirmaba ufano don Paulino que era magnífico ver cómo los hoteles viejos se estaban modernizando, pudiendo apreciar que lo nuevo sustituía a lo viejo y «sin consumo de suelo». Por lo visto, cada nuevo hotel que se construye se «come» un barranco o una finca de plátanos y eso, claro está, no se puede consentir. Oímos también otras metáforas aún más apocalípticas como que las obras «devoran» nuestro territorio, como si carreteras y hoteles fueran ogros que comen tierra; y como si las fincas de particulares pertenecieran a estos ecologetas colectivistas.

Llegados a este punto es preciso refutar las premisas sobre las que el gobierno justifica su intervención impidiendo el mal llamado «consumo» de suelo y restringiendo el uso a sus legítimos propietarios. En primer lugar, el territorio no se consume ni se agota; el suelo permanece debajo de los edificios, carreteras y aeropuertos construidos. Cada actuación sobre el suelo es una modificación de su uso por parte de su dueño. ¿Y por qué lo cambiamos? Porque el factor de producción llamado tierra proporciona distintas rentas según su uso. Si los agricultores sustituyen plataneras por aguacateros es porque esperan obtener una mayor rentabilidad económica. El valor descontado del producto marginal aumenta porque, ceteris paribus, la cantidad de kilos de fruta producida multiplicada por su precio de mercado es mayor en el segundo caso (aguacates) que en el primero (plátanos). Siguiendo el mismo razonamiento, el dueño del terreno pudiera considerar que es más rentable «plantar» hoteles y apartamentos antes que producir frutas, verduras o queso de cabra. El auge turístico en Canarias, que se inició en la década de 1960, sustituyó el uso agrario de miles de hectáreas de terreno por el uso turístico: miles de hoteles, apartamentos, gasolineras, bares, restaurantes y un largo etcétera de servicios que nacen básicamente del incremento de la población. En este cambio, no diseñado intencionalmente por jerarcas como «modelos», mi querido Paulino, nadie ha comido tierra. Más bien lo contrario: los canarios dejaron de comer coles con gofio para comer carne y pescado. Miles de campesinos, que pasaban mucho desconsuelo, dejaron la guataca —esa que tanto gusta al nostálgico Vladimiro Rodríguez Brito— en el campo y se pusieron la pajarita de camarero porque así podían mejorar sus condiciones de vida.

En segundo lugar, los políticos, tan atrevidos como ignorantes, creen saber mejor que nadie qué uso debe darse al suelo (el de los demás); y como no son capaces de convencer a nadie con sus geniales ideas y ocurrencias diversas, deben imponerlas coactivamente mediante mandatos, o sea, a golpe de boletín oficial. Da igual quien sea el propietario jurídico del terreno, los gobernantes, cual mafia organizada, se han convertido en los propietarios económicos del suelo pues deciden arbitrariamente lo que sus dueños pueden o no hacer con lo suyo. Estos dictadorzuelos y pillos demócraticos hace tiempo que se cargaron el Derecho Romano, esa institución milenaria que mantenía un respeto irrestricto por la propiedad privada (ius utendi, ius fruendi, ius abutendi). Toda iniciativa personal o empresarial está supeditada a su superior criterio y otorgamiento de licencia, sin olvidar que hay que pasar por caja: mordida fiscal y, en su caso, un pequeño tanto por ciento para el partido por eso de «agilizar» los trámites.

sábado, 18 de octubre de 2014

Sobre el concepto de «modelo»

Oímos con frecuencia a políticos, economistas y sociólogos abogar por tal o cual modelo para organizar la sociedad. Así, se discute sobre los modelos educativo, económico o energético —entre otros— que supuestamente mejorarían la educación, la economía o el medioambiente. Un modelo es un «arquetipo o punto de referencia para imitarlo o reproducirlo». Es decir, algo percibido subjetivamente como bueno para obtener determinados fines. En principio, cualquiera es libre de elegir un modelo e intentar imitarlo. Por ejemplo, los vegetarianos adoptan un modelo de alimentación exclusivamente vegetal porque lo consideran beneficioso para su salud y porque se ajusta a ciertos principios éticos y filosóficos. El problema surge cuando alguien, mediante la fuerza, pretende imponer su modelo a los demás. Imagínese usted un gobernante que prohibiera, bajo amenaza de sanción, el consumo de carne a toda la población. Esto tal vez nos parezca inadmisible y sin embargo los gobernantes nos imponen —de forma coactiva— sus diversos modelos en otras facetas de la vida: nos imponen un modelo de sanidad pública, nos imponen su modelo educativo, pretender «ordenar» el urbanismo, nos imponen un modelo colectivista de reparto de las pensiones, nos imponen la forma de heredar la propiedad, nos imponen un modelo de relaciones laborales, etc. Ninguna faceta de la vida social escapa a la imposición política de determinados modelos. Incluso las relaciones de pareja y de organización familiar están sometidas al modelo dictado por el gobierno. Por ejemplo, la poligamia no es admitida legalmente en los países occidentales y sólo unos pocos países en el mundo respetan los derechos civiles de los homosexuales y transexuales.

Esta práctica de diseño social mediante modelos se denomina «constructivismo». Según Ludwig von Mises (La acción humana, 234): «Existen dos diferentes formas de cooperación social: la cooperación en virtud de contrato y la coordinación voluntaria, y la cooperación en virtud de mando y subordinación, es decir, hegemónica». La primera se produce cuando cada persona es libre de elegir su propio modelo de vida y la segunda cuando una autoridad impone un modelo colectivo mediante el uso de la violencia o bajo amenaza de violencia, es decir, bajo coacción legislativa. La sociedad liberal y la sociedad comunista, respectivamente, son el producto de aplicar uno u otro modelo de cooperación social. La socialdemocracia o socialismo edulcorado que padecemos no es otra cosa que un híbrido entre la libertad y la coacción institucional. En la sociedad hegemónica las élites políticas, apoyadas por sesudos intelectuales, asesores políticos, burócratas y otros adoradores del estado, actúan como ingenieros sociales diseñando e implantando sus modelos a toda la población. Para ello utilizan datos, estadísticas e informes que, adecuadamente presentados por los medios de comunicación al servicio del gobierno, justifican la imposición violenta de sus modelos políticos. Su error consiste en pretender encontrar una medida objetiva y universal de la utilidad cuyo nefasto resultado es la subordinación de la libertad individual a una supuesta e imaginaria verdad objetiva. 

La implantación política de modelos tiene también una base psicológica. El gobernante sufre la ilusión de creerse poseedor de la verdad por el mero hecho de haber obtenido una mayoría en las urnas. El político arrogante —valga la redundancia— se cree ungido por los dioses y disfruta del inmenso placer que supone imponer sus designios a los demás. El sistema democrático parece dotarles automáticamente de una superior visión para saber mejor que nadie qué conviene y qué no conviene a la gente. Y como las masas de votantes son incapaces de apreciar por sí mismas la bondad de sus modelos, estos deben ser impuestos a los ciudadanos en forma de mandato; es decir, por cojones. De esta forma, la libertad para que cada individuo o empresa persiga su propio modelo de actuación queda obstruida por el «café para todos» de la basura legislativa que vomitan 18 parlamentos. La democracia, así entendida, se convierte en un sistema de legitimación de prácticas totalitarias. 

La implantación de modelos es un acto de agresión a la libertad de las personas y una forma sutil de autoritarismo. Los políticos, auténticos maestros del engaño y la falacia, disfrazan su lenguaje para que sus mandatos no parezcan tales. Ellos profieren expresiones metafóricas como «defendemos» —la defensa siempre es un acto legítimo- o «apostamos»— como si se tratara de una lotería o juego de azar. Pero la libertad no es ningún juego que podamos dejar en manos de sátrapas disfrazados de benévolos defensores del «bien común». Tras cada modelo se esconde una doble violación: primero se viola la libertad del individuo para perseguir sus propios fines de la forma que considere oportuna, y segundo, se viola la propiedad privada. Por ejemplo, el modelo turístico (moratoria turística) de los políticos nacionalistas canarios prohibe, entre otras lindezas, la construcción de hoteles de cuatro estrellas impidiendo que los propietarios de las tierras decidan libremente que uso darles. Y en Cataluña se impone un modelo lingüístico que debe ser obedecido bajo amenaza de sanción. No es casualidad que los gobiernos nacionalistas sean los más proclives a implantar sus modelos porque el nacionalismo es una doctrina esencialmente constructivista y violenta. Así pues, ojo al parche porque detrás de cada modelo que quieren vendernos sólo obtendremos opresión, imposición y pérdida de libertad individual.

sábado, 4 de octubre de 2014

Sobre la conciliación laboral y familiar

La ideología de género sustituyó al mito marxista de la lucha de clases (burgueses contra proletarios) por otro mito: la lucha entre los sexos. Como no podía ser de otra forma, el hombre es la clase sexual explotadora y la mujer la clase sexual explotada. En otros artículos he denunciado que la ideología de género es una doctrina falsa e inmoral. Es la herramienta utilizada por el lobby feminista para obtener privilegios gubernamentales basándose en supuestas e imaginarias injusticias y discriminaciones que la "sociedad" o los hombres (en general) perpetran alevosamente contra las mujeres (en general).

Hoy intentaré refutar el mito de la conciliación entre el trabajo y la familia. Según los ideólogos de género la mujer no puede conciliar de forma adecuada ambas actividades -trabajo y familia- que, según se deduce de la propia definición de conciliar: "conformar dos o más proposiciones o doctrinas al parecer contrarias", son antagónicas. Así pues, lo primero que debemos negar es que trabajo y familia sean antagónicos, todo lo contrario, el trabajo proporciona el dinero necesario para el sustento de la familia y ésta última otorga al trabajador un entorno donde satisfacer sus necesidades más básicas: seguridad, amor, satisfacción sexual, reproducción, etc.

Pero cuando se alude a la necesidad de conciliar nos referimos generalmente a que la mujer trabaja demasiadas horas si sumamos ambos trabajos: el externo y el doméstico. La supuesta injusticia es que la mujer trabaja fuera y dentro del hogar mientras que el hombre tiende a eludir el trabajo doméstico. Ya sea debido a una cuestión biológica o cultural (no voy a entrar ahora en los motivos) es cierto que la mujer dedica normalmente más tiempo que el hombre al cuidado de los dependientes -hijos y ancianos- y a las tareas del hogar. Admitir este hecho como bueno o malo, sin embargo, no deja de ser un juicio de valor. Algunas mujeres preferirían tener maridos más dedicados a los hijos y al hogar, otras son felices siendo exclusivamente amas de casa y otras no están dispuestas a casarse y/o tener hijos porque valoran más su carrera profesional o su ocio. Hay de todo, si bien las generalizaciones que estoy realizando son, a mi entender, válidas.

Si conciliar es compatibilizar trabajo y familia, no cabe duda de que las mujeres concilian mucho más que los hombres. Si de conciliar se tratase, el gobierno debería preocuparse seriamente por el problema masculino. El hombre concilia poco -y no se queja- porque se ha especializado en todos aquellos trabajos que poseen menor estabilidad geográfica y horaria; por ejemplo: empresarios, directivos, militares, marinos, pescadores, transportistas, autónomos, mecánicos, pilotos, deportistas profesionales, artistas, etc. Por el contrario, las mujeres han ideado fórmulas que les permiten conciliar trabajo y familia: algunas optan por ser funcionarias o tener un trabajo a tiempo parcial, y otras renuncian voluntariamente a los ascensos porque trabajando en la cúpula de una organización las jornadas son eternas y se viaja demasiado. Si los directivos varones trabajan doce horas al día y duermen fuera de casa muchos días al año ¿por qué debería ser distinto en el caso de las mujeres directivas? ¿acaso son ellas más raudas y veloces? El éxito profesional en cualquier campo de actividad humana requiere una gran dedicación y esfuerzo. El que quiera peces que se moje el culo. Si una mujer envidia la situación del hombre que tiene éxito profesional lo que está admitiendo implícitamente es que ella, al igual que su ídolo masculino, prefiere no conciliar. En tal caso, podría hacer lo siguiente: 

a) Buscar un marido que esté dispuesto a ocuparse de los hijos y el hogar mientras ella trabaja duro. Casarse con un machista o con un "moro" puede ser una mala elección imputable exclusivamente a la mujer. b) Otra opción es no casarse o no tener hijos pero la mayoría de las personas prefiere formar una familia, en tal caso, la mejor solución es contratar a una persona que cuide de los hijos y haga las labores domésticas. Las filipinas son las mejores y no resultan onerosas. Todas estas soluciones se caracterizan por ser pacíficas. No hay coacción gubernamental. Ahora bien, ¿qué pretende un gobierno cuando dice que es preciso "fomentar" la conciliación de la mujer? Pues muy sencillo, el político igualitario sustituye la libertad personal por la imposición. Se promulgan leyes que otorgan privilegios a la mujer en perjuicio de los empresarios, compañeros de trabajo o contribuyentes. Las leyes igualitarias que imponen cuotas femeninas son un claro ejemplo de esta forma de violencia institucional. Sería admisible que quienes pretenden modificar la conducta humana emplearan la persuasión o la convicción pero es inmoral que utilicen la fuerza del estado para imponer a los demás su particular cosmovisión. 

Especialmente meritoria ha sido la intervención de Mónica Oriol, presidente del Círculo de Empresarios y madre de seis hijos, denunciando la regulación gubernamental que blinda a las mujeres ante el despido laboral en los siguientes once años después del parto. Las leyes feministas no son neutras, pretenden favorecer a las mujeres pero siempre a expensas de terceros. Mediante la legislación, el lobby feminista obtiene para sus patrocinadas privilegios por razón de sexo sin que a los legisladores les importe violar el principio jurídico de igualdad ante la ley. La ideología de género no sólo es antijurídica sino además inmoral porque utiliza la agresión. Es, por tanto, legítimo que el libre mercado reaccione oponiéndose a la coacción gubernamental. Si contratar a una mujer en edad fértil supone un pasivo para el empresario, éste procurará, ceteris paribus, contratar un hombre en lugar de una mujer. De esta manera, cual bumerán, los privilegios de corte feminista actúan precisamente en sentido contrario a los fines perseguidos.