jueves, 6 de septiembre de 2018

Lo público no es de todos


Uno de los mitos colectivistas más extendidos es la creencia de que lo público es de todos. Hoy intentaré demostrar que el dueño «efectivo» de lo público es el gobierno, es decir, un pequeño grupo de personas -políticos y funcionarios- que deciden, en cada caso, el uso de la cosa pública. «Lo público es de todos» es una falacia, un engaño para que la gente no se de cuenta que está esclavizada económicamente.

Empezaremos advirtiendo que «todos» es un término confuso y ambiguo, no por casualidad la expresión «entre todos» es profusamente empleada por demagogos y políticos, maestros de la manipulación y el engaño. ¿A quienes nos referimos por «todos»? por ejemplo, las calles de una ciudad son de «todos» sus ¿residentes?, ¿viandantes? No lo sabemos. No podemos identificar a esos supuestos dueños. Es más aproximado decir que lo público es de «nadie», tal y como apunta el refranero español: «Lo que es común es de ningún». Para que una propiedad sea común tanto los propietarios como las cuotas de participación deben estar identificados, cosa observable en una comunidad de vecinos o en una sociedad mercantil.

Lo que caracteriza al propietario es su capacidad para disponer del bien poseído; según el Derecho Romano, el dueño de algo tiene derecho de uso (ius utendi), derecho a extraer provecho económico (ius fruendi) y derecho de consumo hasta su extinción (ius abutendi). Veamos ahora si el gobierno ejerce estas tres facultades. En primer lugar, es el gobierno quien establece el uso de lo público mediante normas y bandos. En segundo lugar, el gobierno explota económicamente lo público cobrando tasas por el aprovechamiento económico (terrazas, vados, publicidad, etc.); por ejemplo, en Canarias, el dueño de las lapas es el presidente Clavijo y sus consejeros, ellos son los propietarios del marisco y nos venden su derecho de pesca al módico precio de 23,67€/año (licencia 2ª clase). En tercer lugar, el gobierno puede extinguir un bien público dejándolo en la ruina o enajenándolo para gastar luego el dinero discrecionalmente. Por otra parte, políticos y funcionarios actúan como dueños económicos cuando usan los bienes públicos en su propio beneficio; por ejemplo, la Policía es la seguridad privada de los altos cargos y los empleados de la sanidad pública tienen listas de espera «paralelas» y medicamentos «gratis».

Veamos por qué lo público no puede ser de todos. Caso de Cataluña y la guerra de lazos amarillos. El independentista cree: «Como la calle es de todos, también es mía y tengo derecho a poner lazos»; si la calle fuera de «todos», el ponedor de lazos debería pedir permiso al «resto» de propietarios, es decir, al resto de la sociedad. Por su parte, los españolistas dicen: «Como la calle es de todos, también es mía y tengo derecho a quitar los lazos». Esta forma absurda de razonar nos conduce al conflicto social. Existe, en cambio, otra lógica de la propiedad: «Tú» sólo tienes derecho a poner lazos amarillos en «tu» propiedad, el balcón de «tu» casa o la solapa de «tu» chaqueta». Por tanto, corresponde al alcalde de cada ciudad, como dueño (temporal) de la vía pública, permitir, prohibir o regular la puesta y retirada de lazos.

Lo público es el lugar idóneo para el conflicto social porque la propiedad no está bien definida; como decía el poeta Robert Frost: «Un vallado hace buenos vecinos». Allá donde el derecho de propiedad es ambiguo los problemas están servidos. Si todos los espacios públicos (mejor podríamos llamar «políticos») pudieran privatizarse, tal y como proponemos los anarcocapitalistas, los problemas que hoy sufrimos tendrían arreglo: correspondería al propietario de cada cosa decidir sobre su uso; por ejemplo, el dueño de una playa decidiría si se permite fumar, estar desnudo o llevar perros; y el dueño de una calle autorizaría o no la puesta de lazos amarillos, manifestaciones, procesiones religiosas, huelgas o conciertos musicales.

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