domingo, 10 de mayo de 2015

Democracia, impuestos y descivilización

Ya estamos en campaña electoral y dentro de pocas semanas muchos entonarán la manida metáfora de la "fiesta de la democracia". Se trata, sin duda, de una fiesta sui generis donde unos comen, beben y bailan mientras otros cocinan, sirven o tocan la música; donde unos disfrutan a expensas de otros. Dentro de esta juerga es posible identificar tres grupos. El primero lo constituye la oligarquía estatal, aquellos que viven íntegramente de la política y del Estado: políticos, empleados públicos y asimilados varios. El resto de la población, a su vez, se divide en dos grandes clases: los que reciben del Estado más de lo que pagan en impuestos (2º grupo) y los que contribuyen más de lo que reciben del Estado (3er grupo). Según la terminología de John C. Calhoum, consumidores y proveedores netos de impuestos, respectivamente. 

El primer grupo es el que más disfruta de la fiesta pues consume de todo sin pagar un duro. Políticos y funcionarios, stricto sensu, no pagan impuestos. El descuento en su nómina por IRPF no deja de ser una ficción fiscal para ocultar su naturaleza parasitaria y disfrazar un hecho incontestable: sus "impuestos" proceden de los impuestos genuinos, aquellos provenientes de la confiscación de la riqueza producida en el sector privado. Obtendríamos idéntico resultado contable si redujéramos sus nóminas y a la vez los declarásemos exento de IRPF. 

Todos los "servidores públicos" obtienen, por tanto, sus rentas mediante la expropiación forzosa del dinero de aquellos que son "servidos". Y este servicio público es tan noble, útil y necesario que debe sostenerse mediante la violencia fiscal. Los impuestos no son voluntarios. La gente paga porque no le queda más remedio y la forma empírica de comprobar esto que afirmo sería convertir el impuesto en "no impuesto". Si el pago fuera voluntario -lo único éticamente aceptable- asistiríamos sin duda a un adelgazamiento súbito del Estado o incluso a su muerte por inanición. Pero no pensamos que la oligarquía estatal renuncie voluntariamente a la succión del dinero ajeno, al contrario, su naturaleza depredatoria procurará optimizar la recaudación. 

El segundo grupo, los consumidores netos de impuestos, anima y legitima este sistema redistribuidor porque cree obtener un beneficio neto: supuestamente, los políticos le darán más en forma de servicios públicos, ayudas, becas, etc. de lo que le quitarán en impuestos. No sólo es lamentable sino preocupante que la sociedad legitime, ya sea de forma activa o anuente, actos que realizados de forma privada serían inaceptables. Casi nadie, de forma privada, se atrevería a asaltar y robar a otra persona por el mero hecho de poseer más dinero pero esa misma gente que no se expone personalmente a cometer un crimen vota sin pudor para que el gobierno lo haga en su nombre. El sofisticado mecanismo de elecciones democráticas, partidos políticos, parlamentos, legislación, funcionarios, etc. por el que el Estado se manifiesta, convierte mágicamente lo que es inmoral en algo ampliamente aceptado: el impuesto. Como decía Frank Chodorov en su crítica al impuesto sobre la renta: "El gobierno le dice al ciudadano: tus ganancias no te pertenecen exclusivamente, nosotros (gobierno) tenemos un derecho que precede al tuyo, te permitimos quedarte con una parte porque reconocemos tu necesidad, no tu derecho, pero nosotros decidimos lo que se te concederá".

El tercer grupo, los proveedores netos de impuestos, lo forman personas con productividad media y alta. Ganan más dinero que el resto porque, mediante los mecanismos de mercado, sirven mejor que otros los intereses de sus congéneres ofreciendo productos y servicios de alto valor. El impuesto sobre la renta castiga a todos los productores genuinos pero en mayor medida a las personas más trabajadoras, responsables y productivas. Estas tampoco se dejarán expoliar fácilmente y emplearán sus energías para defenderse de la agresión institucional. Algunos emigrarán y otros reducirán su esfuerzo porque la utilidad marginal del trabajo se reduce a medida que aumenta la confiscación.

En estos días asistimos a una especie de mercadillo electoral donde cada candidato intenta ofrecer al pueblo, en competencia con sus rivales políticos, más y mejores dádivas. Aquél que más cosas promete dar deberá ser necesariamente el mayor ladrón. Y muchos no reparan en que todo aquello recibido deberá serles previamente sustraído pero siempre con saldo negativo pues el intermediario político se reservará una parte para sí. Y créanme, esta gente ni es poca ni tampoco frugal. Los políticos son los campeones mundiales del gasto, la ostentación y el despilfarro del dinero ajeno.

En conclusión, más que una fiesta, esto parece una merienda de negros donde los grupos 1 y 2 vivirán a expensas del grupo 3. La sociedad en su conjunto sufrirá un continuo deterioro moral y material, algo que Hans Hoppe llama descivilización. Los incentivos de esta democracia que ofrece maná caído del cielo son perversos. Aumentará la utilidad marginal del ocio y de la actividad política e inversamente será cada vez menos rentable trabajar. Crecerá el número de parásitos y paniaguados en detrimento del número de personas productivas siendo el resultado global una disminución de la producción de bienes y servicios en la sociedad. Para colmo de males, los ciudadanos recibirán, de forma creciente, servicios públicos mediocres debido a la falta de competencia e incentivos propios del sector público. Feliz campaña electoral.

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