miércoles, 6 de agosto de 2014

Bajar los impuestos (2ª parte)


El pasado mes de julio publiqué un artículo apoyando la iniciativa de la Alianza de Vecinos de Canarias. Esta agrupación, integrada por 550 asociaciones de vecinos de todas las islas, viene reclamando en todos los ámbitos institucionales una reducción de 50% en el IRPF para las rentas del trabajo inferiores a 3.000 €/mes. A petición de su presidente, Abel Román Hamid Alba, publico esta segunda parte donde intentaré justificar por qué es preciso bajar los impuestos.

El primero y más sólido de los argumentos es de orden ético: todo impuesto es una expropiación forzosa de la riqueza legítimamente poseída por la persona; es decir, el impuesto es un acto de violencia institucional contra el individuo y es un deber respetar de forma irrestricta la propiedad ajena. Todo impuesto es confiscatorio y es una desgracia, una grave omisión jurídica, que la Constitución de 1978 no haya puesto límites a la acción depredadora de los políticos.

En segundo lugar, los impuestos empobrecen a los ciudadanos mermando su renta disponible sin que por ello obtengan servicios públicos equivalentes. Es posible medir el monto total de lo expropiado pero no hay forma humana de cuantificar económicamente los servicios públicos que nos entrega el Estado. No existe cálculo económico alguno que nos permita saber el retorno de las intervenciones públicas. La experiencia y la lógica nos confirma que el dinero público "como no es de nadie" -decía Carmen Calvo- se gasta ineficientemente según criterios políticos y no en pos de un siempre difuso y maleable "interés general". En particular, es alarmante la capacidad creativa de las autoridades para idear nuevos e imaginativos impuestos. No sólo pagamos nuevos impuestos sino mayores incrementos de los ya existentes. Esta presión fiscal no ha hecho sino agravar aún más la ya maltrecha situación económica de las familias. Llueve sobre mojado.

John C. Calhoun (1782-1850)
En tercer lugar, a medida que el impuesto aumenta, en la economía se producen menos bienes y servicios. El mérito y la productividad de empresas e individuos resultan penalizados pues nadie sensato estará dispuesto a aumentar su rendimiento a sabiendas que otros "administrarán" el fruto obtenido. Al contrario, la política de subsidios fomenta la aparición de "buscadores de rentas": organizaciones, lobbies e individuos especializados en hacer que las autoridades les otorguen el dinero (o los servicios) expropiado previamente a las masas no organizadas. Como decía John C. Calhoun, se produce en la sociedad la aparición de dos nuevas clases sociales: los proveedores y los consumidores netos de impuestos. El resultado es que habrá menos personas esforzándose en trabajar y más personas eludiendo el esfuerzo en espera de obtener ayudas gubernamentales. El impuesto destruye el mérito y fomenta la injusticia y el parasitismo social.

Por último, la presión fiscal es directamente proporcional a la economía sumergida. Muchas personas con bajos ingresos se ven abocadas a la ilegalidad como única forma de subsistencia. Otras, con más dinero, información y conciencia del expolio a que están siendo sometidas, emplearán todos los medios -legales o ilegales- a su alcance para defenderse del saqueo gubernamental. Llegados a este punto, soslayar la legislación -sucedáneo moderno de la Ley- se convierte en un acto cotidiano. Las empresas imputan el riesgo de ser sancionadas como un coste empresarial más al que se debe hacer frente. Desaparece cualquier atisbo de culpa. Aquellos que eluden el impuesto llegan a disfrutar de la íntima satisfacción de estar engañando al fisco. Se inicia un proceso de descomposición social.

Ninguna sociedad puede sostenerse durante mucho tiempo vulnerando el más elemental principio del derecho: el respeto de la propiedad privada. Ninguna mayoría democrática puede legitimar al gobernante para expropiar sin límites al individuo porque nadie queda facultado para decidir sobre lo que no le pertenece. En conclusión, bajar los impuestos no sólo es un imperativo moral, es una condición sine qua non para el mantenimiento de la justicia y el orden social.

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