martes, 17 de abril de 2018

Valores. Ingeniería social vs ética de la libertad



Real Casino de Tenerife, 16/04/2018


Comenzaré mi intervención aclarando qué entendemos por «ética de la libertad». La ética es una ciencia normativa que pretende orientar nuestra conducta. La ética nos dice qué cosas deberíamos hacer -el bien- y abstenernos de hacer -el mal- porque dichas acciones y omisiones son buenas para la vida. Una persona es libre de ignorar la ética, pero no lo es de sustraerse a sus consecuencias.

Ahora hablemos de la libertad. Según Isaiah Berlin, una persona es libre si nadie interfiere en su esfera de acción (libertad negativa). Murray N. Rothbard, economista de la escuela Austriaca, amplía un poco más la definición: «La libertad es la ausencia de interferencias o invasiones físicas coactivas contra las personas y las propiedades individuales». Efectivamente, uno de los límites de la libertad es la propiedad; por ejemplo, un grafitero que desea pintar una tapia, primero debería pedir permiso a su dueño, pero es completamente libre de pintar las paredes de su propia casa.

«Libertad» es un concepto positivo. Lo contrario a la libertad es la esclavitud; ésta puede ser completa o parcial, permanente o temporal; por ejemplo, un esclavo es forzado a trabajar toda su vida mientras que un soldado conscripto sólo es esclavo del Estado durante su permanencia en filas. Otra forma más sutil de esclavitud es la confiscación. El recaudador de impuestos no se apropia del cuerpo del esclavo, pero se apropia de una parte de los frutos de su trabajo. Cualquier pérdida coactiva de libertad es un mal ético porque la persona se ve forzada a realizar algo que claramente le perjudica. Si la gente es reacia a pagar impuestos es porque piensa que ellos mismos emplearían mejor su propio dinero.

Cuando un hombre persigue libremente un fin es porque lo considera un bien. La coacción, por tanto, es síntoma de que el hombre resulta perjudicado respecto de otras elecciones para él disponibles. Si alguien se ve forzado a realizar un intercambio inferimos que le perjudica pues, en otro caso, no lo hubiera realizado.

Ahora hablemos de la metáfora «ingeniero social». El ingeniero social se cree un ser superior al resto de sus congéneres, a quienes utiliza instrumentalmente para alcanzar sus fines. El ingeniero social trata al hombre como la pieza de una máquina o como un animal (por ejemplo, en Madrid, en la Navidad de 2017, la alcaldesa obligó a los peatones a circular por ciertas calles en una dirección única, como si fueran ganado) que puede ser sacrificado en el altar de la sociedad, la nación, el pueblo, la democracia o de cualquier otra deidad. El ingeniero social utiliza sus propias ideas o las toma prestadas de algún intelectual; por ejemplo, los jerarcas comunistas, que ocasionaron 100 millones de muertos, hicieron suyas las ideas del filósofo Carlos Marx.

La herramienta favorita del ingeniero social es la legislación, el Boletín Oficial, la imposición de mandatos que deben ser obedecidos bajo amenaza de sanción. El ingeniero social es malvado, pero no tonto, siempre busca legitimar sus actos y para ello se apoya convenientemente en los informes de expertos (científicos y académicos en la nómina del Estado) y las estadísticas y encuestas de opinión realizadas o sufragadas por el Estado. Todo, como pueden ver, muy «objetivo». Otras veces se escudan en que determinadas normas deben ser aplicadas porque así lo dictan otros ingenieros sociales que viven en Madrid o Bruselas.

Derecho y legislación son cosas bien distintas. La legislación es particular, cambiante, ocurrente, reactiva y, sobre todo, arbitraria. Especialmente lesivas para la libertad son las leyes de género (que violan principios fundamentales del Derecho), las cuotas, el control de la natalidad, la legislación laboral, la impunidad sindical, los incentivos a tal o cual sector económico, el control de precios, la inflación, los monopolios, etc. 

El ingeniero social tiene poder político y lo utiliza para diseñar la sociedad según un modelo que él considera subjetivamente bueno. Tiene un modelo económico, laboral, educativo, sanitario, energético, turístico, etc., y pretende imponer su modelo, de forma autoritaria, a toda la sociedad. Lo que reclama la ética de la libertad es que el ingeniero social y quienes les apoyan renuncien a la violencia y que las empresas e individuos no sean forzados a producir y consumir lo que no desean, es decir, que exista un mercado laissez-faire con múltiples modelos en competencia y que sean los individuos los que libremente elijan fines y medios.

viernes, 13 de abril de 2018

Contra el igualitarismo

Ulpiano
Según el afamado jurista Ulpiano (¿Tiro?, ¿170? - Roma, 228) los preceptos fundamentales del Derecho son tres: 1) Vivir honestamente; 2) No dañar a nadie; y 3) Dar a cada quien lo suyo. Desde entonces y durante muchos siglos filósofos, juristas y, en general, las masas asumieron que la justicia coincidía con el tercer precepto de Ulpiano«lo justo era dar a cada uno lo suyo». De esta forma, el concepto de justicia estaba en sintonía con la naturaleza humana. Es justo que los hombres acumulen distinta riqueza porque los hombres son distintos entre sí, unos son más fuertes, inteligentes, capaces, imaginativos o industriosos que otros. Esto es un hecho, una verdad incuestionable. Al mismo tiempo, aún teniendo capacidades y oportunidades distintas, cada persona tiene fines particulares, subjetivos, que difieren según la personalidad; por ejemplo, una persona dotada intelectualmente para el estudio puede preferir la artesanía porque trabajar con sus manos le reporta una mayor satisfacción. Sólo el individuo puede ser el juez de su propia felicidad. En definitiva, capacidades, oportunidades y fines son específicos e incluso varían a lo largo del tiempo para un mismo individuo. Si no media la violencia o el fraude, la diferencia de resultados es ética y justa porque obedece a la natural diversidad humana. 

Montaigne
¿Cuándo cambió el concepto clásico de justicia? Desde la antigüedad el hombre rico -comerciante, prestamista- siempre estuvo bajo sospecha y era objeto frecuente de la rapiña pública (gobierno) o privada (crimen). Ya en 1580, el filósofo y humanista Michel de Montaigne afirmaba (Ensayos, cap. XXI): «El beneficio de unos es perjuicio de otros», estableciendo una explícita condena moral a la obtención de la riqueza, desgraciadamente esta falacia persiste hoy en la mente de muchos. Ya en el siglo XVIII, la teoría del valor objetivo de Adam Smith (1776) fue precursora de la nefasta teoría marxista del valor-trabajo (1867) y de la explotación de los trabajadores; el resto de la historia es de sobra conocida.

John Rawls
El filósofo John  Rawls (1921-2002) puso su granito de arena elaborando una Teoría de la Justicia (1971) que proclamaba la «equidad» en los resultados y, de paso, alimentaba la espuria doctrina de la «justicia social». Las desigualdades socio-económicas —afirman los igualitaristas— son injustas y es deber de los poderes públicos redistribuir «equitativamente» la riqueza según criterios que necesariamente son arbitrarios. Dicho en román paladino: «es justo que el Estado robe al que más tiene para dárselo al que menos tiene». Así, Ulpiano fue reemplazado por Marx. La justicia ya no era dar a cada quien lo suyo sino «de cada cual según su capacidad y a cada cual según su necesidad». De esta forma, se pervirtió el concepto de justicia y se legalizó el robo, pero sólo si es perpetrado por el Estado. Bajo esta ética perversa el Estado social crece imparable desde principios del siglo XX. Como era de prever «el que parte y reparte se lleva la mejor parte» y los principales beneficiarios del saqueo no son los necesitados sino los políticos que dirigen el Estado, funcionarios y grupos de interés o lobbies. El Estado social, en realidad, es antisocial por inmoral y lleva en su interior la semilla de su propia destrucción.

El igualitarismo no sólo pretende igualar clases sociales —ricos y pobres— sino que se va extendiendo, como un cáncer, a toda la sociedad. Su nueva franquicia se llama «ideología de género», una doctrina neomarxista donde hombres y mujeres son presentados, respectivamente, como explotadores y explotados. En nombre de la «justicia social», una vez más, el Estado puede coaccionar a las organizaciones y empresas con cuotas y otras exigencias espurias que se presentan en forma de legislación de género. Políticos, juristas, intelectuales y periodistas se han doblegado ante la marea de género sin que nadie alce la voz contra esta ideología criminal. Las leyes de género violan principios generales del derecho como la igualdad ante la ley o la presunción de inocencia, convirtiendo a todo varón en un presunto culpable.

Atlas
Todas estas agresiones a la libertad, a la propiedad, al derecho y a la justicia, rectamente entendida, causan un enorme sufrimiento a los individuos y destruyen el orden social. Sus consecuencias son imprevisibles pero ya hacen aparición los primeros síntomas de descivilización: deterioro del juicio moral, debilitamiento de la familia y de otras instituciones sociales, incremento de la preferencia temporal, aumento de la corrupción política y social a todos los niveles, aumento de la violencia y del número de suicidios (con mayor incidencia en los varones), etc. En definitiva, el progreso social, económico y moral de una sociedad puede irse al traste si no recuperamos la sana tradición del Derecho Romano y combatimos la espuria doctrina de la justicia social y su perversa secuela del igualitarismo.

domingo, 17 de septiembre de 2017

Zebenzuí, el concejal follador

Esta semana ha sido noticia un mensaje de whatsapp enviado por Zebenzuí González, concejal responsable de «Sanidad, Mercados y Cementerios» del ayuntamiento de La Laguna (Tenerife), quien presumía de follar con empleadas que él mismo colocaba. El escándalo ha sido monumental, pero Zebenzuí, que ha sido suspendido de militancia socialista, todavía mantiene su cargo de concejal. Nuestro gallo follador ha dicho que no piensa dimitir y renunciar a un sueldo bruto de 58.000€.

Hoy pretendo criticar el enfoque de género que ha recibido este caso porque su gravedad reside oficialmente en el cariz «machista» del mensaje. Este asunto no es otra cosa que una compra de servicios sexuales y su única particularidad es que el comprador paga con salarios públicos, con nóminas, y no directamente en efectivo. Otros políticos pagan con su tarjeta VISA corporativa tal y como hizo, en 2012, el alcalde de Valverde del Camino, Miguel Ángel Domínguez (PSOE), que gastó 3.685€ en un prostíbulo de Sevilla porque su tarjeta VISA personal «no funcionaba bien». 

Pedir sexo a cambio de favores laborales es una práctica secular: algunos directores de cine, productores musicales, empresarios y directivos, por citar algunos, obtienen sexo a cambio de «impulsar las carreras» de sus patrocinadas. Esta actividad no está exenta de riesgos: por ejemplo, un realizador se expone a una interpretación mediocre de su actriz-puta y un gerente puede sufrir la ineficiencia de su secretaria-puta, y así sucesivamente. El político se expone menos porque la incompetencia de sus putas casi siempre recae sobre los ciudadanos en forma de servicios deficientes.

Es un axioma praxeológico (relativo a la acción humana) que en toda relación consentida ambas partes esperan obtener un beneficio neto, en otro caso el intercambio nunca llega a producirse. Tanto Zebenzuí como las agraciadas con salario público vía «cargos de confianza» u otra modalidad salen beneficiados del intercambio: «una nómina de enterradora bien vale un polvo ocasional con el seboso concejal de Cementerios, menos da una piedra» diría más de una. Bibiana Rodríguez, una joven tinerfeña de 34 años, no pasó por el aro y mandó a la mierda al follador de marras. Por tanto, no es correcto calificar a las enchufadas del concejal como sus víctimas de género, sino como socios que se benefician claramente del trato; estas mujeres venden sus favores sexuales de forma consciente. 

No es mi intención hacer una condena moral de la prostitución. Tanto el cliente como la puta salen beneficiados del intercambio y no perjudican a un tercero. Si Zebenzuí pagara los polvos de su bolsillo no habría reprobación política, ni escándalo alguno: allá cada cual con su vida sexual. Es un error confundir el apetito sexual con el machismo. Pero la ideología de género considera que el comercio sexual es una lucha (marxista) de clases, una relación asimétrica donde el hombre gana y la mujer pierde. 

En definitiva, tanto el concejal Zebenzuí como sus enchufadas eran partícipes de un mismo negocio y los únicos verdaderamente perjudicados han sido los contribuyentes laguneros que, al fin y al cabo, han pagado puta y cama. Cargar las tintas contra el supuesto machismo del edil es una hábil maniobra de género que oculta la verdadera naturaleza del crimen: el robo. Los contribuyentes sufren un primer robo cuando son obligados a pagar impuestos: «todo impuesto es un robo»; y sufren un segundo robo cuando los fondos públicos son utilizados para el beneficio personal de quienes los administran.

lunes, 7 de agosto de 2017

Contra la «soberanía energética»


«Soberanía energética» es una expresión utilizada frecuentemente por ecologistas y nacionalistas cuyo significado real es alcanzar la «autosuficiencia» energética de un determinado territorio. Mediante el uso extensivo de las energías renovables, por ejemplo, una isla podría llegar a prescindir completamente de las importaciones de combustibles fósiles (carbón, petróleo y gas) para ser energéticamente «independiente» del exterior. Análogamente, la «soberanía alimentaria» significa producir los alimentos localmente y evitar las importaciones. Quienes pretenden la independencia económica del exterior se indignan cuando los consumidores eligen productos foráneos en lugar de nacionales. Hoy intentaré poner de manifiesto lo absurdo y peligroso que resultan este tipo de ideas.

Juan Bodino
En primer lugar, debemos aclarar que soberanía y autarquía son cosas distintas. «Soberanía» es un concepto político, según Juan Bodino (1576) es «el poder absoluto y perpetuo de una república». Decimos que un Estado es soberano cuando sus gobernantes, legisladores y jueces son la más alta instancia que ejerce poder sobre sus residentes. No hay poder superior al soberano. Cualquier proyecto secesionista reside en el afán de sus élites políticas de ser soberanas, es decir, de convertirse en la última instancia de poder en un territorio. La soberanía no emana del pueblo ni de una constitución sino de la fuerza física que tiene el gobernante a su disposición; siguiendo con Bodino: «La fuerza y la violencia han dado principio y origen a las repúblicas». 
Vehículos eléctricos «Autarquía»

La «autosuficiencia» económica es un viejo sistema llamado «autarquía». Quienes ejercen el poder soberano de una nación pueden eventualmente embarcarse en un proyecto de autarquía económica. Entre 1940 y 1945, el gobierno español decretó la restricción en el uso de carburantes líquidos y nació la empresa Vehículos Eléctricos Autarquía, S.A. (vaya nombre), con sede en calle Aragón núm. 308 de Barcelona, cuya finalidad era producir vehículos de tracción eléctrica y reemplazar, en lo posible, a los dotados de motor de explosión. Los españoles sufrieron, entre 1939 y 1959, muchas penurias a causa de la autarquía del régimen franquista. La autarquía es ruinosa precisamente porque la riqueza proviene de lo contrario: de la división internacional del trabajo y el comercio exterior. La autarquía supone necesariamente la vuelta a la tribu y no es casualidad que todas ellas sean «energéticamente soberanas». Por suerte, los insensatos que persiguen la (mal llamada) «soberanía energética» no tienen el poder suficiente para imponer a los demás sus absurdos planes.

Sin que medie un bloqueo económico total desde el exterior, cosa muy improbable, existen dos formas de conseguir la autarquía; la primera es cerrar a cal y canto las fronteras, mediante decreto, y disponer de un sistema represor tan eficaz que la medida surta efecto; esto es propio de gobiernos totalitarios. La segunda, es intervenir la economía, es decir, joder parcialmente a consumidores y empresas con trabas al comercio y medidas proteccionistas: aranceles, cuotas, tarifas, regulaciones, subvenciones, aduanas, arbitrios y demás canalladas que perpetran los gobernantes de países social-demócratas. Esta intervención beneficia a ciertas personas y grupos a expensas del «bien común» que podemos identificar con el interés de todos los consumidores.

Alarmante es la noticia (26 de julio) de que el Cabildo de La Palma se ha adherido a un proyecto de autarquía energética denominado «Manifiesto del Electrón», en él se describe un «Nuevo Modelo Energético» que (supuestamente) convertirá la isla bonita en un «paraíso» 100% sostenible. Nada de petróleo y gas. La isla debe ser autosuficiente con sus propias fuentes renovables: hidroeléctrica, termosolar, eólica, hidrógeno y geotérmica. Los políticos palmeros «apuestan» por ir un paso más allá que los herreños y pretenden que incluso el transporte interior sea 100% ecológico. Y cuando dicen «apostamos por…» significa que se hará por cojones mediante la violencia legislativa. La «soberanía energética» sólo puede alcanzarse violando la soberanía del individuo que ya no es libre para elegir lo que compra o deja de comprar. Sin libertad comercial las personas pierden su dignidad, son parias o meros súbditos de quienes pretenden «ordenar» la sociedad.

Todos estos nuevos «modelos» de ingeniería social, al igual que sucedió con el comunismo, están abocados al fracaso porque son profundamente inmorales. Los modernos talibanes «nazional-ecologistas», deben alcanzar sus fines agrediendo y empobreciendo a los consumidores, previa manipulación informativa. Sirva de ejemplo el fraude monumental de convertir al Hierro en una isla 100% sostenible. El proyecto de Gorona del Viento ha costado 100 millones de euros, lo que equivale a 10.000€ por cada habitante. La nueva energía hidroeólica resulta cuatro veces más cara que la producida en la «sucia» central térmica (diesel), que, por cierto, no puede cerrarse porque es imprescindible para evitar un cero energético en la isla. Nadie en su sano juicio, actuando libremente y bien informado, pagaría de su bolsillo semejante suma por un logro medioambiental tan magro. El coste desorbitado de estos y otros proyectos, mal llamados «inversión pública», es una ruina para los españoles que ven reducido su nivel de vida con impuestos confiscatorios (valga la redundancia).

En definitiva, lo que se pretende con la «soberanía energética» es la autosuficiencia o autarquía energética, objetivo que supone interferir el libre comercio y, en consecuencia, reducir el nivel de vida de la población. Es muy posible que, en el futuro, cuando las tecnologías de producción y almacenamiento de energía se abaraten, muchos hogares produzcan, almacenen y consuman su propia energía, pero ello llegará en su momento a través de los procesos de mercado. Si los gobiernos, en lugar manipular y oligopolizar el mercado eléctrico, permitieran la libre competencia del sector los legítimos fines medioambientales podrían alcanzarse más rápidamente y sin coacción. Pero los políticos autonómicos e insulares, en lugar de promover la libre competencia en el mercado energético, reproducen los mismos errores que sus colegas del gobierno central.

sábado, 29 de julio de 2017

El mito de la inversión pública


Uno de los argumentos más esgrimido por políticos (y aceptado comúnmente) para justificar la intervención del Estado en la economía es que aquella es necesaria para la ejecución de determinados servicios, obras públicas e infraestructuras que la iniciativa privada no acomete por no ser económicamente rentables. Los gobiernos realizan proyectos que, de otro modo, nunca se hubieran realizado. Políticos, economistas y periodistas llaman eufemísticamente a este tipo de gastos «inversión pública». Hoy intentaré justificar que cuando los gobiernos pretenden reemplazar al mercado, lejos de mejorar la economía, ocasionan una pérdida neta a la sociedad.

Ludwig Von Mises
Imaginemos que el consumidor Juan no desea adquirir una pluma de oro cuyo precio es 900€. Juan prefiere dedicar esa cantidad de dinero a satisfacer otras necesidades que considera subjetivamente más relevantes. El fabricante de plumas de oro no puede imponer a la gente que compre más plumas de las que desea, por ello, fija la producción en función de su demanda estimada y sólo produce las unidades que el mercado es capaz de absorber. Este mismo razonamiento económico es aplicable al productor de una obra civil, quien debe sopesar cuidadosamente costes e ingresos estimados. Si el empresario yerra en sus cálculos sufrirá pérdidas y si acierta obtendrá beneficios. El cálculo económico —afirma Mises— es la brújula que orienta la función empresarial. Los inversores ponen su dinero en manos de los empresarios y ambos son responsables pecuniarios de sus aciertos y errores. En el libre mercado los empresarios procuran producir sólo las cantidades y calidades de bienes que son económicamente rentables, algo que, a su vez, queda determinado por el público. El beneficio es la consecuencia de haber servido puntualmente las necesidades y deseos de los consumidores. Rentabilidad económica, por tanto, es inseparable de utilidad social. Y por contra, un proyecto no rentable consume recursos que son escasos y produce pérdidas a los inversores y, por tanto, pérdidas a la sociedad. Sólo es posible saber si algo es útil o no para un consumidor cuando es libre para comprar o dejar de comprar.

Ministro de Confiscación
Ahora volvamos la mirada al gobierno. Como Juan, actuando libremente, no adquiere la pluma de oro, Montoro le confisca 900€, con ellos compra la pluma al fabricante y se la envía a su casa como «regalo». Si Juan no valora la pluma puede regalarla o revenderla con un descuento; en ambos casos sufre una pérdida económica. Al pobre confiscado le queda siempre la opción de utilizar él mismo la pluma, mientras la utiliza, entra en escena Montoro y afirma: «si no fuera por mí no estarías ahora disfrutando de tan lujosa estilográfica». El hábil trilero quiere convencer a Juan de que su intervención ha sido beneficiosa. Pero interferir coactivamente en las libres elecciones económicas de una persona sólo puede empeorar su situación. Lamentablemente, la claridad de este ejemplo se difumina a medida que nos adentramos en los proyectos públicos.

En la década de 1960 el gobierno de EEUU gastó 153.000 millones de dólares (actuales), equivalente al 3,5% de su PIB, con el objetivo de ser la primera nación capaz de poner un hombre en la Luna. Para alcanzar este logro, millones de individuos y familias tuvieron que ser privados del consumo de bienes esenciales para su vida. Es dudoso que tras esta «inversión pública», los estadounidenses obtuvieran un beneficio. Yo diría lo contrario. De no mediar la violencia fiscal del gobierno norteamericano muy probablemente nunca se hubiera acometido semejante proyecto porque las personas valoran más su bienestar material que el orgullo chovinista. Una vez que el gobierno confisca y gasta el concepto de «inversión» pierde su significado. Ya no hay inversores libres sujetos a las reglas del mercado sino rehenes fiscales; también se pierde la responsabilidad pecuniaria que queda reemplazada por el riesgo moral. El político dispara con pólvora ajena y por disparatada que sea su decisión nunca sufre en sus propias carnes las consecuencias de sus errores. 

Auditorio de Tenerife
La lógica de que sin el concurso del Estado una determinada obra nunca se hubiera realizado es la lógica antieconómica por excelencia y supone admitir que el gobierno se ha especializado en acometer proyectos ruinosos. Una persona bien informada no presume de que España sea líder mundial en líneas ferroviarias de alta velocidad porque sabe que ese logro es espurio, el coste desproporcionado de las obras ha empobrecido a todos los españoles. Pero hay más ejemplos de gastos faraónicos: el aeropuerto de Castellón costó 150 millones de euros, el Auditorio de Tenerife, 72 millones y la Central de Gorona del Viento, en la isla del Hierro, 100 millones. Estos proyectos son una vergüenza y nunca debieron hacerse porque han sido ruinosos para el contribuyente. Muchos se indignan cuando ven los trenes AVE circular medio vacíos, un aeropuerto sin aviones, un auditorio que acumula pérdidas o cuando el coste de producción de la energía hidroeólica es cuatro veces mayor que la térmica (diesel). Como dice D. Antonio García-Trevijano, el que se indigna es porque es un ignorante. La mayoría no se da cuenta de que todo gasto público, por definición, es antieconómico y, en consecuencia, antisocial porque siempre se realiza a expensas de empobrecer al conjunto de la población. «Estado social» es un oxímoron porque el Estado es la institución antisocial por excelencia. La utilidad social sólo puede obtenerse en un entorno de libertad laissez faire.

El hecho de que los consumidores utilicen las infraestructuras y servicios públicos no es prueba de su rentabilidad. Los ciudadanos «disfrutan» los servicios públicos de igual forma que Juan «disfruta» su pluma de oro. No les queda más remedio. La auténtica prueba de utilidad es la ausencia o no de coacción en el gasto; si éste es voluntario presuponemos (axiomáticamente) que existe utilidad para el consumidor y si es forzoso, desutilidad. En definitiva, toda «inversión pública» está presidida por la irracionalidad económica lo que implica necesariamente una pérdida neta para la sociedad. En el sector público, aún en la dudosa hipótesis de que el político busque el bien común, no puede haber rentabilidad económica porque deliberadamente se prescinde del cálculo económico y de la función disciplinadora del mercado.

viernes, 7 de julio de 2017

La privatización de las playas


Ahora que estamos en plena temporada estival son frecuentes las noticias sobre diversas medidas que adoptan los ayuntamientos en lo referente al uso de las playas. Lo primero que debemos reseñar es que todas ellas son prohibiciones o restricciones: jugar a las palas o a la pelota, montar en bicicleta, dar masajes, hacer venta ambulante, poner la música alta, llevar perros, hacer nudismo, orinar en la arena o (incluso) dentro del mar, fumar, etc. El gobierno actúa básicamente de dos formas: multando y confiscando. La multa es un castigo económico por haber hecho algo «malo» mientras que el impuesto lo es por lo contrario. Hagamos lo que hagamos estamos jodidos. Hoy hablaremos de cómo serían las cosas si las playas fueran privatizadas.

Una de las señas que diferencia al sector privado del público es que el primero fomenta el consumo mientras que el segundo pretende reducirlo. El propietario de una playa privada intenta sacar el máximo beneficio satisfaciendo los deseos de los consumidores y en lugar de prohibir procura conciliar, en la medida de lo posible, los diversos intereses en juego. Es cierto que hay clientes incompatibles pero el ánimo de lucro es un acicate en la búsqueda de soluciones. De entrada, lo más práctico parece parcelar la playa asignando diversos usos: una zona de juegos, otra de entrada y salida de embarcaciones, otra para perros, otra para fumadores, otra para nudistas, etc. Muchas playas tienen la amplitud suficiente para que todos puedan sentirse a gusto. El empresario no prohibe jugar a las palas sino que las alquila, no prohibe dar masajes sino que los proporciona y así con todo aquello que los consumidores desean. Su mayor beneficio procede de dar cumplida satisfacción a su clientela. Esta es la verdadera función social del mercado o la «mano invisible» de Adam Smith.


Pero cuál es el motivo de que las playas sean públicas y no privadas. Los economistas de cátedra (Samuelson y otros) han elaborado una teoría que lo justifica. Afirman que existen «bienes públicos» que deben proveerse exclusivamente por el Estado porque su consumo está sujeto a dos características: no-rivalidad y no-excluibilidad. Ambas son falsas. La no-rivalidad significa que un consumidor adicional no merma el consumo del resto: «donde se bañan 50 pueden bañarse 51». Sin embargo, con cada bañista adicional la rivalidad aumenta. Por eso, algunos listillos madrugan e instalan 5 sombrillas en la arena para «coger sitio». Díganles que no hay rivalidad a quienes «matan» por un palmo de arena. Siempre existe rivalidad en el consumo de bienes económicos precisamente porque son escasos y es una arbitrariedad catalogarlos como privados o públicos.

Plata de Las Gaviotas, Tenerife
La segunda razón, la no-excluibilidad, todavía se entiende menos. Por lo visto, no hay forma de excluir a los consumidores que no desean pagar por un bien público (free-riders), como si los accesos a las playas no se pudieran vallar. Otra cosa distinta es que, ideológicamente, se considere que la playa es propiedad de «todos» y nadie deba pagar por darse un baño. Pero aquí hay otro error. El mantenimiento de la playa tiene costes -limpieza, seguridad- que deben ser sufragados con impuestos. Bañarse en la playa no es gratis. Lo que sucede con las playas (y con todo lo público) es que quienes no la usan subvencionan a los que la usan. El sector público rompe la utilísima conexión entre consumo y pago, y frente a los inevitables problemas de escasez, rivalidad y clientes incompatibles, que siempre están presentes, sólo sabe prohibir y multar. Alguien podría decir que al privatizar una playa sólo los ricos podrían bañarse en el mar, pero siendo el litoral tan extenso, la iniciativa privada pondría en el mercado numerosos kilómetros de costa que hoy son inaccesibles. La competencia hace que existan precios asequibles a todos los bolsillos tal y como sucede actualmente con el turismo de camping.