lunes, 12 de junio de 2017

El dinero no es «depósito» de valor

Carl Menger
En la mayoría de tratados de economía (Samuelson y Nordhaus, Mankiw, etc.) se afirma que el dinero tiene tres funciones: a) Medio de intercambio; b) Unidad de cuenta; y c) Depósito de valor. Hoy, siguiendo la crítica semántica del post anterior, pretendo justificar que la expresión «depósito de valor» (o «reserva de valor», también empleada) es incorrecta por una sencilla razón: el «valor» es un concepto y, como tal, no se puede depositar, ni almacenar, ni reservar, ni ahorrar. Solamente los bienes tangibles pueden acumularse y depositarse con la finalidad de ser consumidos en el futuro.

Empecemos definiendo el concepto de «valor». Para Carl Menger (Principios de Economía Política, 1871), «valor es la significación que unos concretos bienes o cantidades parciales de bienes adquieren para nosotros, cuando somos conscientes de que dependemos de ellos para la satisfacción de nuestras necesidades». La valoración es un acto psicológico, personal, subjetivo y cambiante. Atribuir valor a algo es una actividad cognitiva del sujeto y no reside en las cualidades físicas del bien valorado. Por ejemplo, el oro tiene unas cualidades físico-químicas objetivas: masa atómica, densidad, color, etc. pero el valor que se le atribuye procede del exterior, en particular, de la apreciación subjetiva de cada individuo. Por ello, también es un error atribuir «valor intrínseco» a las cosas. El valor siempre es «extrínseco». Alguien podría afirmar que un producto esencial, como el pan, tiene valor intrínseco; sin embargo, para quien es alérgico al trigo o está a «dieta de pan» ese producto no tiene valor alguno.  

El problema, creo yo, proviene de confundir precio y valor. Cuando decimos: «la vivienda A está valorada (o tasada) en 100.000€» solemos pensar que A «vale objetivamente» 100.000€. Esto es falso, el valor siempre es subjetivo. Las empresas de tasación pretenden vanamente objetivar el «valor» de las cosas y para ello buscan su «precio de mercado». Pero el precio no mide el valor de un bien, tan solo nos indica la existencia de una escala de valores. Para el vendedor de A, el precio significa: «valoro más tus 100.000€ que mi casa», por su parte, para el comprador quiere decir: «valoro más tu casa que mis 100.000€». Tampoco es cierta una frase que reza: «precio es lo que se paga y valor lo que se recibe». Lo único que se entrega o recibe son bienes concretos, a saber, 100.000€ y la vivienda A. El precio, dice Mises, es una «cierta cantidad de dinero» y el valor ya hemos visto que es un concepto que no se puede entregar ni recibir. La tasación es un acto arbitrario porque el tasador intenta sumar y restar cualidades heterogéneas (ubicación, antigüedad, estado de conservación, etc.) de un bien y no se percata que toda aritmética del valor es imposible. El valor es inconmensurable, no se puede medir y la función del dinero como «unidad de cuenta» es sólo aproximada. Recordemos que la capacidad adquisitiva del dinero (su precio) es fluctuante. El valor de un bien, ex-ante, sólo reside en las insondables profundidades de la mente humana y, ex-post, queda reflejado en el acto de intercambio. 

Concluyendo, la expresión «depósito de valor» es carente de sentido y sólo afirma una evidencia: que el dinero es susceptible de ser acumulado y depositado. ¡Menudo descubrimiento! Veamos algunas analogías para entender mejor nuestra crítica. Un vehículo tiene un depósito de 50 litros de combustible, éste tiene valor para su dueño porque satisface sus necesidades de transporte. Nadie diría: «la gasolina es un depósito de transporte» porque éste último es un concepto. De igual forma, tampoco decimos que una de las funciones del trigo es servir de «depósito de alimentación». Los conceptos —valor, transporte, alimentación— no se pueden depositar. Tampoco los servicios se pueden acumular pues se producen y consumen simultáneamente. Sólo los bienes tangibles —billetes, oro, gasolina, trigo— pueden ser depositados.

sábado, 10 de junio de 2017

Sobre la «fuga» de cerebros, capitales y depósitos

En el lenguaje periodístico es frecuente usar expresiones como «fuga de cerebros», «fuga de talentos», «fuga de empresas», «fuga de capitales», o más recientemente, «fuga de depósitos», tras la retirada masiva de fondos del Banco Popular. Hoy pretendo explicar que estas expresiones son incorrectas.

Vayamos primero al significado de «fuga». Esta palabra describe, habitualmente, que alguien o algo se escapa del sitio donde debería permanecer. Si decimos que unos presidiarios se han «fugado de la cárcel» o que unos «estudiantes se han fugado del colegio» entendemos que han violado una norma y sobre ellos recae una sanción legal y/o moral. La segunda acepción de «fuga» se refiere a la técnica, a saber, cuando líquidos o gases se escapan de un determinado circuito. Si decimos: «el radiador tiene una fuga» inferimos que el mecanismo es defectuoso pues existe una pérdida de líquido refrigerante. Por tanto, la palabra «fuga» tiene una connotación negativa y cuando la usamos inferimos que «algo va mal»: en el propio término hay implícito un juicio de valor.

Cuando decimos «fuga de cerebros» queremos significar, en cierto modo, que esas personas no «deberían» haber abandonado su país. Algunos piensan que se han aprovechado de la educación estatal y que actúan de forma egoísta al emigrar a otros países. Curiosamente, esta forma de pensar nunca se observa en sentido inverso, cuando los inmigrantes cualificados llegan a nuestro país. Nacionalistas y colectivistas siempre han creído que la emigración es una pérdida de la fuerza laboral de la nación y han supuesto que técnicos, científicos o deportistas de élite, por citar alguna de las categorías de «fugados», son propiedad de sus Estados de origen. Esta idea, llevada al paroxismo, produce Estados-cárcel como Cuba o Korea del Norte.

Sin embargo, la mayoría de emigrantes lo son a su pesar. Muchos, incluidos los «cerebros», preferirían trabajar en su país natal, pero esto no es posible porque políticos y sindicalistas se han ocupado de que así sea. En lugar de quejarnos de que miles de jóvenes graduados abandonan nuestro país preguntémonos por qué aquí no tienen oportunidades. No hay empleo porque las «conquistas sociales» han destruido la libertad de contratación, han demonizado el capitalismo y han hecho que la profesión de empresario quede reservada para héroes o kamikazes (según se mire). La legislación laboral, que es preciso suprimir en su totalidad, es un freno al empleo y por eso nuestros jóvenes abandonan este infierno laboral-fiscal llamado España. Muchos ignoran que el paro es un fenómeno institucional y que en una sociedad laissez-faire todo aquél dispuesto a trabajar lo consigue, eso sí, atendiendo debidamente las necesidades y deseos de los consumidores.

Otra falacia es la «fuga de capitales». Estos únicamente son propiedad de sus dueños y ni los gobiernos ni los parásitos que viven del «estado de bienestar» pueden impedir que la gente honrada busque la mejor rentabilidad para su dinero. Es una insolencia tachar de «antipatriotas» a quienes protegen su propiedad del abuso fiscal (valga la redundancia) de los gobiernos. Los inversores no son animales de sacrificio y hacen muy bien trasladando su capital hacia aquellos sitios donde mejor trato reciben.

Respecto de la «fuga de depósitos», los clientes de un banco mal gestionado actúan inteligentemente retirando su dinero lo antes posible. Lamentablemente, muchos no pueden hacerlo porque existe un robo institucional llamado «Banca con Reserva Fraccionaria»: los bancos se apropian (hasta 98%) de los depósitos a la vista de sus clientes y los invierten sin su consentimiento. Cuando hay una «corrida bancaria» y todos los clientes quieren recuperar su dinero el banco no tiene liquidez para cumplir sus obligaciones. En definitiva, cuando una persona se traslada o mueve su dinero de un lugar a otro no se produce «fuga» en sentido alguno y su conducta es económica y éticamente impecable.

lunes, 29 de mayo de 2017

Petróleo y energías renovables


Estas dos plataformas que aparecen en la imagen están atracadas desde hace muchos meses en el puerto de Santa Cruz de Tenerife; de vez en cuando, aprovechando que el agua de la bocana está (relativamente) limpia, nado frente a esos colosos. Algunos bañistas profieren comentarios despectivos; por lo visto, esos amasijos de hierro afean el paisaje y deberían ser trasladados a otro sitio para evitar la «contaminación» visual; expresión usada por quienes, a veces, pretenden que el gobierno prohiba a los demás aquello que es desagradable a sus ojos. Al oír sus quejas, como polemista que soy, me entrometo en la conversación y espeto a bocajarro: «pues a mí me parecen muy bonitas». Los nadadores quedan estupefactos, no entienden mi especial afecto por estos barcos-plataforma. Recordando al economista francés Bastiat: «ellos no ven lo que yo veo». No se dan cuenta que cuando usan el coche, cocinan o abren el grifo del agua caliente es porque alguien, montado a hombros de esos ingenios, pudo extraer un día el «oro negro» que nos permite tener todo tipo de comodidades. Estamos tan acostumbrados a disponer de la energía que no reparamos cómo ha sido posible el «milagro» que supone nuestra civilización. Cuando observo esos gigantes de metal veo en ellos, como decía Ayn Rand, todos lo nobles logros del ser humano: trabajo, ahorro, inversión, creatividad, esfuerzo, riesgo, tenacidad, capitalismo, empresarialidad, etc. Otros, sólo ven un trasto flotante que perturba su placentero baño.


Es frecuente admirar la naturaleza e idealizarla en contraposición con los objetos artificiales, que se consideran feos e incluso nocivos; eso sí, nadie renuncia a sus innegables servicios. Los turistas que acuden a un destino tropical no prescinden del aire acondicionado, minibar y wifi que les ofrece el hotel. Hay una evidente contradicción entre la condena de la industria petrolera y nuestra conducta como consumidores. La naturaleza, por sí misma y sin intervención alguna, es bastante hostil al hombre y no proporciona prácticamente nada. Quienes desprecian los combustibles fósiles (uranio, petróleo, gas) alegando que tenemos «sol y viento de sobra» parecen ignorar que las energías renovables o «limpias» también requieren grandes dosis de materiales, tecnología y trabajo. Según el profesor de la Universidad Pública de Navarra, Pedro Diéguez: «para reemplazar una central nuclear de un sólo reactor, como la de Garoña (con una potencia instalada de 460 Mw), son necesarios 2.700 aerogeneradores eólicos como los de El Perdón (con una potencia total de 1.350 Mw). Se necesita el triple de potencia instalada debido a que los molinos, al depender del viento, trabajan una tercera parte que las centrales». Muchos parecen no reparar en que para mantener nuestro nivel de vida (consumo de energía) un gran «mamotreto» industrial debe ser reemplazado por miles de «mamotretillos» que son tan industriales como el primero. Cuando decimos que una energía es «inagotable» nos referimos exclusivamente a su origen natural: sol, viento, mareas, geotermia, etc.; pero las placas solares, los molinos de viento y las redes de distribución no son inagotables, deben construirse, mantenerse y reponerse como cualquier otro bien de capital.

La sustitución, vía coacción fiscal, de las energías fósiles por las renovables está sesgada por la ideología y el populismo de los gobiernos, que utilizan a su favor los estados de opinión al margen de la verdad. Un buen ejemplo de lo anterior lo constituye el timo, vendido hábilmente por los políticos canarios, de que la isla del Hierro es 100% sostenible, que se abastece exclusivamente de energía eólica e hidráulica. Esto es falso. En este preciso momento (26/05/2017, a las 11:10) el 67,2 % de la energía generada (zona gris del «queso») en el Hierro es diesel y el 32,8 % (zona azul), hidráulica. Este mix puede consultarse en tiempo real en la página web de Red Eléctrica.



Según el B.O.E. , el «proyecto denominado Central Hidroeólica de El Hierro está promovido por Gorona del Viento. El Hierro, S.A., participada por el Cabildo Insular (60%), Endesa (30%) y el Instituto Tecnológico de Canarias (10%). Para esta inversión se han contemplado ayudas consignadas en los Presupuestos Generales del Estado por un importe de hasta 35 millones de euros». Este proyecto no sólo es un bluff político (valga la redundancia), además cuesta dinero al contribuyente. Muchos consumidores ya son conscientes de que 50% del precio del recibo de la luz tiene un origen político: moratoria nuclear, primas a las renovables (Incluida Gorona del Viento) y transferencias a Canarias, Ceuta y Melilla. 

viernes, 7 de abril de 2017

La crisis y la reducción del salario

Escucho con frecuencia que después de la crisis económica muchos empleados trabajan igual por menos dinero o trabajan más para cobrar lo mismo o incluso que trabajan más por menos. Siendo esto verdad, la mayoría cree que la diferencia entre el salario ex-ante y ex-post se lo lleva crudo el «malvado» empresario. Esta conclusión, cuya falsedad pretendo hoy demostrar, se basa en una falacia atribuida a Michel de Montaigne (1533-1592); este filósofo francés opinaba que la riqueza de unos se obtiene a expensas de otros, es decir, cuando alguien se empobrece es porque otro se enriquece a su costa. Es un error creer que la economía es un juego de suma cero, que existe una cantidad de riqueza fija en el mundo y que esa «tarta» hay que repartirla entre los hombres. Para algunos filósofos, como John Rawls, y en general, para las doctrinas colectivistas, el problema social reside en repartir esa «tarta» de la manera más justa posible. Hemos llegado al concepto espurio de «justicia social». Sin embargo, quitarle lo suyo a uno para dárselo a otro, usando la violencia legislativa, nunca puede ser justo. 

Pero intentemos comprender por qué los salarios (nominales y reales) han caído tras la crisis. Miles de empresas han quebrado y las que han sobrevivido han soportado pérdidas o, en el mejor de los casos, han visto mermar sus beneficios. La crisis la sufren todos: empresas y empleados. Creo que esto es obvio y no precisa mayor aclaración. La crisis, según el profesor Huerta de Soto, es algo parecido a la resaca que padecemos tras una borrachera. Durante los años del boom económico se han producido «burbujas» (monetaria, crediticia, de obra pública y de vivienda), es decir, se han cometido excesos económicos cuyo principal responsable es el Banco Central. Muchas inversiones resultaron fallidas, muchos proyectos quedaron a mitad, muchas familias se hipotecaron de forma temeraria, etc. El resultado de estos errores es la destrucción de capital. La «tarta» de la riqueza se ha reducido y ahora todos somos algo más pobres. Algo parecido, sólo que a mayor escala, sucede tras una guerra: mucho capital -puentes, fábricas, viviendas- ha sido destruido. Tras la contienda, los salarios son de miseria porque estos dependen, en última instancia, de la tasa de capitalización existente en la sociedad (Benegas Lynch). La crisis es como una guerra en miniatura, no hay bombas, pero sus efectos son parecidos: muchas fábricas han cerrado, algunos edificios son «esqueletos», obras inacabadas por falta de recursos, etc.

Tras una crisis el tamaño de la «tarta» es menor porque se ha destruido capital y los salarios reducidos reflejan la nueva tasa de capitalización. El salario no depende de la avaricia del empresario, ni de la presión sindical, ni de la «sensibilidad» social del gobierno, ni de fijarlo por decreto en el Boletín Oficial del Estado; ojalá fuera así de fácil. El salario sólo depende de la tasa de capitalización existente en la sociedad y tras la crisis aquella es menor.

lunes, 19 de diciembre de 2016

Racionalizar el horario laboral

La ministra de Empleo y Seguridad Social, Fátima Báñez, ha presentado una iniciativa para «racionalizar» el horario laboral, en particular, pretende que con carácter general la jornada laboral finalice a las 18:00 horas. De aquí inferimos que los empresarios, que son quienes fijan el horario, actúan de forma «irracional». Hoy intentaré demostrar que los empresarios actúan racionalmente y que esta mujer comete un triple error: teórico, empresarial y ético. 

En primer lugar, la medida es un error teórico porque en el mercado la información está dispersa en las mentes de las personas, es dinámica, tácita, no se puede articular y se va creando ex novo en los procesos de mercado. Nadie puede saber, a priori, cuál es el mejor horario para cada empresa. El dueño es la persona más capacitada e interesada en que el horario se adapte dinámicamente al mercado.

En segundo lugar, la medida es un error empresarial. Una empresa, si quiere seguir en el mercado, debe anteponer los intereses de sus clientes a los intereses de sus empleados. Mercadona tiene claro este orden: cliente - empleado - proveedor - sociedad y capital. Esto no significa que los intereses de los empleados se ignoren, todo lo contrario, las empresas compiten entre sí por atraer a las mejores personas y están obligadas a satisfacer en todo lo posible sus preferencias. La función empresarial consiste en utilizar la información del mejor modo posible. Los empresarios deben ajustar continuamente plantillas, turnos y horarios según los deseos de los consumidores. No es recomendable subordinar los intereses del público a los intereses de los trabajadores. En Tenerife, hace 30 años, se decretó el cierre de las gasolineras los días festivos para que sus empleados gozaran del «merecido» descanso dominical. Recuerdo las monumentales colas que se formaban en las gasolineras los sábados por la noche. Con los comercios pasaría algo parecido: si son obligados a cerrar a las 18:00, poco antes de esa hora se formarán colas. Recuerde que una cola es sinónimo de retraso e ineficiencia; las colas son propias de países comunistas; si usted soporta una cola, intuitivamente, sabe que algo funciona mal.

Son los clientes quienes determinan, indirectamente, la organización de la empresa, y en particular, el horario. Si las tiendas abren los domingos es porque los consumidores desean comprar en domingo. La racionalidad económica, guiada por los beneficios y pérdidas, exige abrir el negocio los días y horas de mayor demanda. La ministra, si fuera racional, debería focalizar sus esfuerzos en modificar los hábitos de consumo de los españoles; por ejemplo, podría persuadirles de que no fueran al gimnasio después de las 6 de la tarde; que se abstuvieran de dormir la siesta o de ver la telenovela. En política económica es un error muy frecuente poner la carreta delante de los bueyes. Imponer coactivamente un horario perjudica la economía. El intervencionista (gobierno) no puede anticipar las perversas consecuencias de su actuación. Por ejemplo, si forzamos el cierre de los comercios a las 18:00 y el cierre de los bares a las 20:00, la productividad de estos negocios será menor y habrá despidos. Toda limitación del horario provocará una menor producción, menores tasas de capitalización, menores salarios y mayor desempleo. La ministra, que cursó económicas en ICADE, parece ignorar todo esto.

Por último, la medida es inmoral pues viola la libertad de los consumidores para organizar su vida y la libertad de los empresarios para organizar su empresa, sin injerencias externas. La ministra, a pesar de la fingida sonrisa que habitualmente muestra, actúa violentamente, como un matón sindicalista (valga la redundancia), y todo por un puñado de votos. No se puede mejorar la vida de los empleados violentando a empresarios y consumidores.

lunes, 7 de noviembre de 2016

Sobre el control de precios



La foto que ven arriba no es de Cuba o Venezuela, la hice antes de ayer en el Agromercado de Breña Alta (La Palma, Islas Canarias). Aprovechando este hecho insólito, hablaremos hoy del control de precios. En este caso, la autoridad municipal fija, cada semana, unos precios mínimos y máximos de venta de los productos agrícolas. Son los propios productores quienes venden directamente al público su género sin que exista un intermediario comercial. La finalidad del control de precios, según reza la propia web del Agromercado es: «garantizar los precios más justos para consumidores y productores».

Supuestamente —dicen los valedores del control de precios— esta medida limita la «feroz» competencia y ello beneficia a vendedores y compradores; también mejora la economía de los campesinos y artesanos locales, amén de otros beneficios relacionados con el «ecologismo» y la «sostenibilidad». Intentaré justificar que, lejos de alcanzar sus objetivos, el control de precios perjudica a cuantos participan en un intercambio.

Lo primero que debemos aclarar es que conceptos como «comercio justo», beneficio «razonable» (o «excesivo»), «soberanía», «consumo responsable», «economía humanista» (Sampedro) y otras expresiones retóricas similares tienen su origen en sentimientos, deseos y prejuicios ideológicos que son completamente ajenos a la ciencia económica.

En segundo lugar, existe un intermediario institucional —el ayuntamiento de Breña Alta— que paga los costes de mantenimiento de las instalaciones del mercadillo con cargo a su presupuesto. Los políticos otorgan un privilegio a una treintena de productores a expensas del resto de vecinos.

Ahora hagamos un análisis económico del control de precios. Si la franja autorizada es muy amplia, es decir, si el precio mínimo es muy bajo y el precio máximo es muy alto, la medida no afectará al mercado. Pero si la horquilla de precios se va estrechando aparecen problemas. Por ejemplo, los productos perecederos se deterioran rápidamente y es posible que el precio de mercado de alguno se sitúe por debajo de su precio mínimo de venta. En tal caso, el vendedor no podrá colocar ese género y sólo le queda aceptar la pérdida, intentar venderlo en otro mercado o utilizarlo como materia prima para elaborar otros productos (mermelada, repostería) no sometidos al control de precios. El precio mínimo inflige pérdidas al vendedor en forma de mermas y pérdidas al comprador en forma de una oportunidad de ahorro desperdiciada. 

En relación al precio máximo. Los productos que ofrecen los vendedores no son homogéneos, por ejemplo, las cebollas y calabacines de cada puesto tienen diferentes calibres y calidades; por otro lado, algunos productos son más escasos de otros. Esto hará que el precio de mercado de ciertos productos se sitúe por encima de su precio máximo. Si el vendedor no hace nada, los primeros consumidores agotarán las existencias rápidamente y el mayor beneficio de estos habrá sido a expensas del primero. Pero el vendedor no es tonto y procurará sustraer aquellos productos de alto valor para venderlos a mayor precio en otro sitio. El precio máximo, por tanto, impide al vendedor obtener mayores beneficios y a los consumidores tener acceso a productos de mayor calidad. Los dos salen perdiendo.

Parque de Los Alamos, Breña Alta, La Palma
En ambos supuestos, el vendedor intenta colocar parte de su producción en otro mercado, pero si el control de precios es general, intentará venderlo al margen de la ley en el mercado negro. Éste es consecuencia directa de una prohibición o regulación gubernamental del comercio. Los consumidores, por otra parte, salen perjudicados al no poder comprar a precios con mayores descuentos. 

Este razonamiento económico es aplicable a cualquier control de precios y en cualquier mercado, da igual que analicemos frutas y verduras, alquileres de inmuebles o leyes de salario mínimo. El perjuicio a ambas partes del intercambio siempre está presente y en unos casos será más visible que en otros. Ningún control de precios puede mejorar la economía y es una desgracia que los políticos de Breña Alta todavía lo ignoren.

El daño que hace el control de precios en el Agromercado de Breña Alta es mínimo, al fin y al cabo, estamos ante un diminuto mercadillo donde unos pocos lugareños coloca su producción doméstica. Este tipo de mercadillos municipales «regulados», en general, no mejoran la economía local pero sirven para que los políticos capturen un centenar de votos entre unas cuantas familias: agricultores, ganaderos, reposteros, artesanos y otros que se cobijan bajo el paraguas dadivoso del ayuntamiento. 
El Agromercado de Breña Alta es un espacio para el encuentro entre productores y consumidores ocupados en mejorar nuestra alimentación y nuestra salud, potenciando la soberanía alimentaria y el consumo responsable.
Lo relevante de esta nefasta práctica, a mi juicio, es su simbolismo. El marxismo, desgraciadamente, no ha muerto; se ha mimetizado en forma de bioideologías, como el ecologismo, y es aquí donde despliega sus plan de acción colectivista. Las ideas en contra del libre comercio gozan de buena salud. A pesar de que todos entendemos y disfrutamos las ventajas materiales del capitalismo y del libre mercado, sus principios éticos siguen sin ser entendidos. Muchos no comprenden que toda transacción libre y consentida siempre es justa pues ambas partes salen ganando. Y como el valor es subjetivo e inconmensurable no hay forma de saber cuál de las dos partes ha ganado más en el intercambio. En definitiva, el control de precios no tiene justificación alguna, ni económica, ni ética y sólo perjudica a quienes participan en el mercado.